Aftersun: Bálsamo reparador
Aftersun
Cartelera España 16 de diciembre
Título original
- Aftersun
- Año
- 2022
- Duración
- 98 min.
- País
- Reino Unido
- Dirección
- Guion
-
Charlotte Wells
- Música
-
Oliver Coates
- Fotografía
-
Gregory Oke
- Reparto
-
Paul Mescal, Francesca Corio, Celia Rowlson-Hall, Kayleigh Coleman, Sally Messham, Harry Perdios, Ethan Smith
- Compañías
- Coproducción Reino Unido-Estados Unidos;
BBC Film, Creative Scotland, AZ Celtic Films, PASTEL, Unified Theory, BFI Films. Productor: Barry Jenkins. Distribuidora: A24
- Género
- Drama | Años 90. Adolescencia
- Sinopsis
- Sophie (Francesca Corio / Celia Rowlson-Hall como la Sophie adulta) reflexiona sobre la alegría compartida y la melancolía privada de unas vacaciones que hizo con su padre (Paul Mescal) 20 años atrás. Los recuerdos reales e imaginarios llenan los espacios entre las imágenes mientras intenta reconciliar al padre que conoció con el hombre que no conoció.
- CRÍTICA
La mirada infantil ha sido siempre un venero muy productivo como perspectiva narrativa. Valgan como ejemplos Qué verde era mi valle (1941), Raíces profundas (1953), La noche del cazador (1955) o, más recientemente, Belfast (2021), del histriónico Kenneth Branagh.
A diferencia de Este, un compendio proporcional de inocencia y de elegía pueblan las imágenes de los filmes de Ford, Stevens o Laughton. Pues Branagh ya no puede montar su relato desde la transparencia, sino a costa de la emulación impostada de una claridad virginal, de una felicidad de las que el mundo y su representación cinematográfica hace muchísimo tiempo que se desprendieron.
No obstante, la directora y guionista Charlotte Wells se empeña en refundar dicha mirada, actualizada a través de la asunción de la imposibilidad de una captación directa, de una aprehensión prístina, por lo que la reflexión metacinematográfica corre de la mano del propio argumento, se incardina como un elemento más de la diégesis.
De ahí ese arranque con la pantalla en fundido en negro, poblada con los sonidos narrativizados de lo que podemos considerar un montaje rudimentario, amateur, mediante una cámara de grabación casera, del argumento, de la historia que vamos a presenciar: la edición de unas vacaciones familiares; mejor dicho, la manipulación vía recuerdos fotográficos de la historia de amor entre un padre divorciado (Calum) y su preadolescente hija (Sophie, encarnada magistralmente por la jovencísima actriz Francesca Corio), en un resort turco allá por finales de los años noventa del siglo pasado.
Wells nos irá marcando, con constantes piedrecitas-avisos, que aquello que estamos contemplando esconde algo; que las imágenes de un verano idílico, mecido por una serenidad paradisíaca, por una desidia casi divina (la propia de una conciencia, de unos ojos que todavía desconocen el significado del dolor, de la frustración, de la muerte) se asientan sobre un volcán de cuya erupción la protagonista no será consciente... hasta que lo rememore (lo construya) a través de la filmación y del recuerdo.
El reflejo especular se adueña de gran parte de las secuencias. Los gestos, ademanes, acciones del pequeño núcleo familiar son recogidos insistentemente por los aparatos de reproductibilidad artística-extática (fotos, videos), anteriores a la explosión del universo digital. Aún no dominan (aunque se anticipan) los teléfonos inteligentes y su omnímoda pantallización, la mercantilización y el fetichismo de la imagen: somos en tanto que somos representados.
Las secuencias son ofrecidas desde su reflejo en espejos, en la superficie del agua, en las pantallas del televisor, en los ventanales…, que constantemente cuestionan su referente, o lo ponen en cuarentena. La desidia como sinónimo de felicidad imprime un ritmo moroso, lento, veraniego y vacacional al quehacer de los protagonistas.
Sophie se convierte en el objeto de análisis y de estudio casi entomológico de la directora. Somos copartícipes de su paulatina transformación de niña a las puertas de la adolescencia en anticipo de mujer. A través de su ávida mirada, de unos ojos que degluten con voracidad pasmosa el mundo de los mayores en donde se quiere engastar, percibimos el paulatino conocimiento de las reglas del mundo. Su profunda e íntima conexión con su joven padre. Su complicidad y compenetración absolutas, en sus baños, sus comidas, sus partidas de billar con otros veraneantes.
Hay que señalar que el resort nos remite a un espacio cerrado, encapsulado; a una especie de cárcel de oro, de paraíso artificial cuyas fronteras apenas padre e hija traspasan, más allá de adentrarse en las plácidas aguas de la playa circundante. La directora se recrea en primeros planos de los rostros, de miembros corporales, en una especie de éxtasis sensitivo y sensual que recoja la etérea e inaprensible felicidad reinante, casi imperceptible, casi intangible, pero ubicua aparentemente, materializándose en esa crema balsámica y reparadora con que los protagonistas se embadurnan para repeler y protegerse de unos rayos de sol, de una radiación vital que acabará atrapándolos a pesar del refugio veraniego.
Sophie se apega, busca la compañía de los jóvenes mayores que ella para observarlos, aprender, imitarlos. Sophie entabla tangencial amistad con un compañero de juegos monitorizados con el que compartirá su primer beso (en la boca). Pero el verdadero y tapado muro con el que de verdad se está enfrentando la protopúber lo tiene muy cerca, a su lado.
Su padre emerge como un joven fracasado cuya vida ha sido dilapidada en su paradójico afán por devorarla. Ha quemado etapas a una velocidad de crucero que contrasta con la placidez y parsimonia de las vacaciones estivales que comparte con su hija. Se casó muy joven, tuvo una hija muy joven, se divorció muy joven y está hastiado muy joven. Ha huido de su propio país, de su tierra, a la búsqueda de una libertad, de una vida sin ataduras que contrasta con la ¿asumida?, ¿resignada? cotidianidad del instructor de buceo que ha regresado a Turquía, se ha casado, tiene un hijo y ni siquiera ha cumplido los cuarenta años.
Calum no es percibido por los demás como padre, sino como hermano de Sophie. Calum es un ínclito representante de esa generación peterpan que no consigue desprenderse de su síndrome infantil. Huelga resaltar que su hija lo sobrepasa en madurez y responsabilidad. Carum ha sido incapaz de mantener una relación estable y consolidada con ninguna mujer, excepto el ínterin estival con su hija, a la que trata más como amiga, compañera y confidente en una relación invertida.
La secuencia de la noche del karaoke marcará el inicio del fin, será un sutilísimo aviso de la ruptura que se avecina. Por primera vez, padre e hija disfrutarán de la noche cada uno por su lado. La negativa de Calum a cantar en el karaoke con Sophie es todo un síntoma, incluida la canción que entona la niña: Losing My Religion, del grupo REM.
Esa noche de libertad sobrevenida por la ruptura de la complicidad marcará el pistoletazo de salida de una progresión dramática un tanto forzada, de un énfasis emocional del que hasta ahora la película había carecido, habiendo apostado por una dicción prosaica, pedestre. Ahora la música actuará como revulsivo, como catalizador que propicie una eclosión emocional hasta ahora contenida, pero de la que detalle a detalle se nos habían entregado algunas muestras.
La secuencia en que el padre se sumerge en la profundidad del mar para tratar de recuperar unas gafas de buceo dejaba entrever una posible resolución trágica; así como ese baile de Calum sobre la baranda del balcón de la habitación de hotel podía haber tenido, en su inconsciencia, consecuencias dramáticas. Sophie, efectivamente, ha empezado a perder su fe paterna, en consonancia con —ley de vida— su ingreso en el mundo adulto.
Otra secuencia marcará el hiato familiar: Calum incita a bailar a su hija al son y a la subrayada letra de Under Pressure, vía David Bowie y Queen. La letra de la canción ofrece la tesis, el mensaje: la incapacidad del amor en los tiempos presentes. Calum se introducirá en la profundidad nocturna y oscura del mar. No lo vemos salir. Se puede augurar una tragedia, pero Sophie lo encontrará totalmente desnudo y adormecido en la habitación, sobre la cama. Sophie cubrirá con una sábana el cuerpo inerte de su padre, en otro ejemplo de roles invertidos.
La pareja protagonista será retratada externamente: un fotógrafo del hotel les hace una foto. Esa foto, en plano detalle, es enfocada sobre la mesa en que padre e hija comparten una de sus últimas secuencias de complicidad. La foto se revela paulatinamente, se nos muestra a ambos configurándose desde el desvaído negativo, mientras que la realidad fuera de campo se va descomponiendo.
De igual modo, otra secuencia con ambos en mitad del mar, enfocados en un plano general desde la distancia, mientras el padre se ofrece como confidente y amigo de su hija para los futuros avatares vitales, remarca el inicio del alejamiento y separación.
Sobreimpresionada a lo largo de la historia, una secuencia se ha repetido: una mujer joven (obviamente, la propia Sophie) permanece estática en medio de una pista de baile, ajena a los flashes de luz y a la música y al movimiento que la envuelve y rodea, como una especie de esfinge en mitad de la diversión desatada, como una figura catatónica carente de vida. Un plano de unos pies, de unas piernas posadas sobre una alfombra turca (la que Calum compró en una visita a un bazar; sobre la que se recostó en soledad, la que regaló a su hijo como recuerdo de esas vacaciones) señala una elipsis.
Sophie despierta al lado de su pareja, una mujer joven y atractiva. Sophie es lesbiana (¿debido a la secuencia en que la noche de soledad y exploración en el resort espió un encuentro clandestino entre dos jóvenes homosexuales? ¿o simplemente es el tributo de la directora a los nuevos tiempos inclusivos?): una elipsis.
Los llantos de un bebé proclaman la solidez y estabilidad de la relación de Sophie: ha conformado una familia propia. Una panorámica nos muestra el hogar burgués y acogedor en el que habita, a la par que dicha panorámica, al modo y emulación de las de Theo Angelopoulos, nos muestra a una Sophie con la cámara antigua en el sofá de su comedor —el recuerdo, la memoria son las imágenes grabadas— que se retrotrae a la despedida de su padre en el aeropuerto, la última despedida.
La panorámica se detiene en un pasillo de ese aeropuerto, enfocando un plano sostenido del padre mientras grababa la despedida de su hija y se retiraba por el pasillo, atravesando las hojas móviles de una puerta que lo introducía en la oscuridad, en la muerte. Pues bajo las transparentes y claras aguas del Mediterráneo turco latía la desesperación y la angustia de toda una generación nacida en los años setenta que desbarató su vida; que no pudo llevar a cabo su proyecto vital por su empeño contumaz en vivir la vida a fondo, tan a fondo que los condujo a la muerte.
Tal vez en esa incapacidad para arrostrar la realidad, el mundo; en ese soterrado malestar y en su incapacidad de ser comunicado, participado, resida la incógnita mayúscula del relato. Cada cual tendrá que redactar su propio guion vital, tendrá que encontrar ese bálsamo que sirva de película protectora, analgésica, para soportar el dolor de los rayos de la vida.
Como espectadores, hemos sido testigos privilegiados de la transformación, del aprendizaje de Sophie. Al menos, de su relato. Como lenitivo, el cine y su conversión de imágenes en película consoladora. Revista Encadenados.