Centinela: Yo soy la justicia: «MeToo»
Centinela
Netflix (estrenos destacados) 5/03/2021
Título original
- Sentinelle
- Año
- 2020
- Duración
- 80 min.
- País
- Francia
- Dirección
- Guion
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Julien Leclercq, Matthieu Serveau
- Fotografía
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Brecht Goyvaerts
- Reparto
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Olga Kurylenko, Marilyn Lima, Michel Nabokoff, Martin Swabey, Carole Weyers, Andrey Gorlenko, Antonia Malinova, Gabriel Almaer, Blaise Afonso, Guillaume Duhesme, Michel Biel
- Productora
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Labyrinthe Films (Distribuidora: Netflix)
- Género
- Acción
- Sinopsis
- Enviada a casa tras una traumática misión de combate, una soldado francesa de élite usa sus habilidades letales para dar caza al hombre que agredió a su hermana.
- CRÍTICA
En este último lustro, casi parece una obligación del cine con ínfulas comerciales y un cierto aire «moderno» el ser respetuoso con lo políticamente correcto… aunque ello entre en contradicción con su propia razón de ser. Y aquí tenemos la paradoja: ¿es un cine de justicieros más admisible si son mujeres las que «ejecutan» la justicia?
Cine y propaganda política siempre ha existido. Cine crítico con el sistema, también.
Lo que sucede es que en cada época se han adaptado ambos subgéneros —el que está a favor y el que critica el sistema existente—. Y lo han hecho con más o menos acierto.
Veamos algunos ejemplos sobradamente conocidos.
Aunque se atribuye a Goebbels, responsable de las campañas propagandistas del régimen nazi —en colaboración con la cineasta Leni Riefenstahl— la frase «Cada vez que oigo la palabra cultura, echo mano a la pistola», en realidad no es suya. Esa frase es de un poeta alemán, Hanns Johst. La cúpula nazi, lo queramos o no, la componían tipos refinados, apostaban por la cultura, incluso la saqueaban y se la llevaban, tenían cierto dominio sobre el tema… lo cual, sencillamente, los hacía más temibles. No eran ignorantes analfabetos fácilmente manipulables. Hoy quizá algunos los llamarían «culturetas». Esa élite sabía lo que hacía.
Como también se sabía qué cine propagandístico hacían los grandes cineastas norteamericanos (Capra, Ford, Hitchcock) durante la Segunda Guerra Mundial: documentales o ficción, nadie como ellos para recordar a sus vecinos que había que alistarse, o comprar bonos, o apoyar la causa aliada en la última gran guerra.
Maestros del cine eran tanto Riefenstahl como Hitchcock y los otros. La duda la podemos tener en el «mensaje» incluido en cada uno de esos trabajos. Nuestro posicionamiento frente a esa ideología.
Frente a ambos ejemplos propagandísticos podríamos situar el crítico, como el cine negro, ese que habla del trabajo oscuro del detective, el policía o algún anónimo vecino que, harto de las injusticias cotidianas, se las apaña para sobrevivir y corregir los renglones «torcidos» del sistema. Lang, Huston, Kubrick o Hawks se desenvolvieron con soltura en ese territorio de cierta ambigüedad moral, de dolor y gloria, de justicia y fracaso… por más que la Censura de la época quisiera ocultar el fracaso final o el triunfo de los desgraciados retocando aquí y allá.
Pero es en los 70 cuando este género adquiere unas características muy concretas: el justiciero.
En esa época de crisis del sistema de estudios, de directores de cine convertidos en estrellas, del éxito de historias ambiguas, dos personajes representan ese ciudadano que busca la justicia por su cuenta: el que lo hace desde su posición como representante de la Ley (Harry Callahan, el policía interpretado por Clint Eastwood) y el que lo hace desde el anonimato (Charles Bronson en distintos films dirigidos por Michael Winner: Fríamente, sin motivos personales; América violenta o El justiciero de la ciudad).
Ambos buscan justicia porque la Ley es muy lenta, ineficaz o incluso corrupta… y ellos, claro, son la justicia. En ese contexto, un director como Sidney Lumet sabe jugar la baza de la crítica al sistema, incluso moviéndose entre personajes muy cercanos en ocasiones al justiciero de turno.
En los 80, el género llega a unir ambas líneas y crece el justiciero, transformado ya en héroe popular, a veces con origen militar, con John Rambo como ejemplo perfecto, que evoluciona de ser un triste soldado que regresa al hogar a convertirse en icono de las Fuerzas Armadas (Acorralado), porque un hombre puede valer por todo un ejército de torpes orientales (Rambo), inútiles rusos (Rambo III) o, ya en el siglo XXI, malvados sudamericanos (Rambo: Last Blood).
Supremacía blanca pura y dura de serie A. Reservada a machos muy machos.
Aunque siempre ha habido imitadores y sucedáneos de todos los éxitos, por lo que mientras Sylvester Stallone mataba malos en la serie A (en compañía de Schwarzenegger o Bruce Willis), había otros que debían limitarse a la serie B (Chuck Norris, Jean Claude Van Damme) e incluso a la infame serie Z (Dolph Lungren, el boxeador ruso de la saga Rocky).
Y es en esos distintos niveles donde se sitúa Centinela (2020), de Julien Leclercq… director, por cierto, de uno de los últimos desatinos de Jean Claude Van Damme: Lukas (2018).
Serie Z disfrazada
Como si el #MeToo justificara cualquier argumento, sobre el histórico justiciero se ha operado un cambio esencial: la justicia la imparte una mujer.
Ella es naturalmente «buena» y busca el entendimiento, como nos lo demuestra una escena prólogo en la que habla con el enemigo (es la traductora y negocia con la madre asustada en plena guerra en un país árabe), promete salvar al hijo que, naturalmente, ha sido abducido por el padre, un terrorista descerebrado.
Primer toque de atención: lucha macho-hembra, hombre bruto frente a mujer conciliadora que busca el entendimiento. Definición de personajes con brocha gorda y ninguna sutileza… y estamos en las mejores escenas del film.
Pero las cosas no salen como estaba previsto y la bomba, inmolación mediante, acaba no sólo con el niño y los malos, sino con buena parte del ejército salvador… todos también machos, porque ella es la única excepción, que sepamos, en ese grupo de operaciones especiales.
Guapa, joven, lista, conciliadora… no puede aguantar más ese mundo de odio, sinsentido y, al parecer, ocupado por machos violentos e ignorantes.
Abandona su papel conciliador en el ejército —elipsis mediante—, y se traslada a la costa, a seguir combatiendo al enemigo de raíces árabes, pero en un nivel secundario: evitando que los «sin papeles» traspasen ilegalmente las fronteras y entren en su Francia querida por la puerta de atrás.
Pero el conflicto va con ella y le asaltan de vez cuando las ganas de tomarse la justicia por su mano, sobre todo cuando descubre a un machista que golpea a su pareja en la playa… y allí está ella para demostrar la supremacía del… esto… ¿del ejército? ¿de la mujer? ¿de la justiciera?
Suponemos que es una mujer traumatizada, por sus achaques. Aunque perfectamente capacitada para distinguir el bien del mal. Suboficial del ejército. Atenta con la familia. Concienciada con la realidad…
Y, por supuesto, dispuesta a que las cosas vayan bien… por las buenas o por las malas.
Una oportuna violación de un ser querido es el detonante de la segunda parte del film.
Y aquí la historia se le va de las manos al guionista, al director y, en general, a todos los implicados.
Que va a impartir justicia «con su propia ley» lo sabemos desde el principio. Pero que ello implique que se puede pasear por la mansión de «los malos» (aquí traficantes del Este, signo de los tiempos) es algo increíble. Veamos: se supone que esa mansión es un fortín en el que nadie puede entrar… y menos a pecho descubierto, uniformada y sin ningún tipo de camuflaje.
Que se pasee por esa mansión no una, sino dos veces, sólo cabe en las parodias del género o en un film tan cegado por su objetivo ideológico que olvida qué es eso del guion, la construcción de los personajes y, sobre todo, la lógica narrativa.
Sumida en un sinsentido total, donde nuestra centinela se mueve como si fuera invisible y, seguramente, con superpoderes, sólo queda esperar que vaya cazando uno a uno a los guardianes de turno para enfrentarse al final al «malote», que no solo es el jefe del clan mafioso sino que también ha violado personalmente a su ser querido.
Ojo por ojo…
Nada nuevo. Lo mismo que en el cine más zafio de los 70 y 80. Cambia el tipo cachas por Olga Kurylenko: modelo, actriz, compañera de James Bond… ¿qué más se puede pedir?
Pues se puede pedir coherencia, lógica, rigor…
Y, sobre todo, humor. Una cierta dosis de ironía tampoco le vendría mal. Y alguna pizca de autocrítica ayudaría a salvar algo del producto.
Personajes como los desarrollados por Schwarzenegger y, sobre todo, Bruce Willis (la saga Jungla de cristal, de un director tan eficaz como John McTiernan) permiten humanizar al héroe, convertirlo en alguien más cercano, aunque acabe ganando la partida por la fuerza bruta.
Tener un director que sepa manejar el material sería también útil. No hablamos ya de los clásicos de la Segunda Guerra Mundial o los maestros del cine negro, bastaría con un John McTiernan antes de ser borrado de Hollywood por la CIA, el FBI o ambos.
Aquí ni hay humor ni humanidad. Y no digamos un director atento a dosificar sabiamente el material que maneja.
Solo la venganza. Yo soy la justicia… y como estamos en el siglo XXI, pues ella es la justicia.
¿Cambia algo respecto a los bodrios justicieros de los 70 y 80?
Nada. Técnicamente es correcta, como muchos de aquellos films, el guion es desastroso y los apuntes ideológicos igualmente discutibles —por decirlo de manera suave—.
O sea, más de lo mismo. Ellas toman el poder al asalto… y copian los modales y modelos que se suponían que iban a corregir. Toda una lección de «igualdad».
¿De verdad se puede defender este film por ser una mujer la protagonista?
No hablamos de igualdad, sino de un cine rancio que apuesta por la apología de la venganza.
Pero, eso sí, elegantemente vestido por Dior.
Como en el caso de Goebbels, eso lo hace más peligroso: sus autores no son ignorantes analfabetos manipulables. Saben lo que hacen.
Escribe Mr. Kaplan | Fotos: Netflix