Americana 2022: Un refugio de nuestros tiempos
Repitiendo la fórmula híbrida presencial-virtual del año pasado y con su versión reducida en Madrid, l’Americana 2022 ha regresado a sus sedes habituales consagrado como uno de los festivales cinematográficos de referencia en Barcelona. Presidiendo cada sesión con la imagen de Jackie Kennedy advirtiendo de la amenaza comunista en plena Guerra Fría, casi como una premonición de lo que está ocurriendo en la política internacional actualmente, el festival se ha mantenido en su filosofía de mostrar varios de los títulos inéditos más significativos del panorama independiente de Estados Unidos y de otras nacionalidades del nuevo continente como México o Canadá, certificando la buena forma de este pequeño gran cine. Y si el indie americano tiene buena salud, por extensión l’Americana presenta los mismos síntomas en su variada programación.
El deporte como ventana
La inauguración corrió a cargo de La aspirante, ópera prima de Lauren Hadaway sobre la presión extrema a la que se somete una estudiante en el mundo del remo universitario. Con claros ecos a Whiplash (Damien Chazelle, 2014) pero abogando por una vía más introspectiva, el film sirve para destapar las flaquezas del ultracompetitivo sistema americano (aplicable a todos los ámbitos), donde si no eres el mejor, no sobrevives en la selva, como bien La aspirante liga la dependencia de los resultados a la concesión de becas, imprescindibles para muchísimos estudiantes si quieren estudiar.
La protagonista de La aspirante no se fuerza al límite por estas cuestiones, sino para lograr una validación y aceptación personal que la ayuden a superar el vacío de su existencia, fruto de años de subestimación por parte de los otros, de un modo similar al de la Natalie Portman de Cisne negro (Darren Aronofsky, 2010), con la que comparte varias similitudes a nivel de puesta en escena. Hadaway filma de un modo inmersivo en el que se puede percibir la distorsión mental del personaje interpretado por una intensa Isabelle Furhman –tan perturbadora como en aquella La huérfana (Jaume Collet-Serra, 2009)-, en algún momento tal vez sobrepasándose en su papel de directora, entregando un debut bastante potente, pero que dista de sus referentes por la parquedad de ciertos pasajes de su guion.
Otro drama deportivo que contribuye al retrato del carácter americano ha sido Jockey, debut en el largo de Clint Bentley ambientado en la hípica acerca de un jinete en el forzado final de su carrera por razones de salud, al que aparece en su vida un hijo del pasado no reconocido. Con el secundario Clifton Collins Jr. asumiendo un papel de peso notablemente y una Molly Parker que hace méritos desde el reparto, Jockey no deja de ser una propuesta manida de reencuentro padre-hijo, correctamente ejecutada por Bentley, y reforzada por el ávido ojo del director de fotografía Adolpho Veloso, responsable de unos cuantos de los planos más bellos que se han visto en la edición.
En el plano del boxeo, Josef Kubota Wladyka firma un thriller de desapariciones protagonizado por una excampeona de boxeo en busca de su hermana en Catch the fair one. De una innegable sordidez en su entorno que se traslada a sus imágenes, el film ofrece mucho menos de lo que promete al guiarse por los lugares comunes –la trama es bien digna de un telefilm de sobremesa-, sin aprovechar la riqueza de su contexto, tornándose anodina y dejando cabos sueltos innecesariamente. La mayor virtud del film reside en tomar una protagonista racializada –y exponer brevemente este tema de rabiosa actualidad-, la cual descansa en los hombros de la exboxeadora Kali Reis, que pasa sobradamente el desafío de la interpretación en una película, además de encargarse del guion.
Las caras de la juventud
El cine independiente americano, como paraguas para jóvenes creadores, es refugio de experiencias e historias propias de alguien con la edad de sus autores, con lo cual la adolescencia y la primera juventud suelen tener una representación muy amplia entre sus filas. Poser, primer largometraje de Noah Dixon y Ori Segev, indaga en el descubrimiento personal de una chica que ambiciona ser músico e inicia un podcast sobre la escena musical alternativa de su ciudad. Pudiendo abogar por una línea amable, Poser toma el camino del psicodrama al que la dupla de cineastas imprime una atmosfera realmente inquietante que, beneficiándose de la premisa del podcast, remite a Brian De Palma por momentos. Cocida a fuego lento, la película avanza hacia un final demasiado facilón que empaña el conjunto, dejando la sensación de que todos los elementos daban más de sí.
Adentrándose en la autoficción, tendencia incontestable en la cinematografía mundial, está Potato dreams of America, en la que Wes Hurley cuenta su infancia en el Vladivostok de la Unión Soviética y la llegada a unos deslumbrantes Estados Unidos junto a su madre. En lugar de optar por el academicismo o la sobriedad, Hurley apuesta por una mirada kitsch y paródica que la alejan de otras propuestas similares, que el espectador puede tanto comprar como rechazar, ya que requiere aceptar las reglas de un juego excesivo, pero con corazón. Hurley deja claro en su puesta en escena que es una representación, un artificio próximo a la fantasía, con lo cual a veces cae en exageraciones hiperbólicas que acaban afectando la labor de un reparto por no saber afinarlas, donde la rama femenina está por encima de la masculina.
Con piezas sobrantes –el personaje de Jesucristo- y un guion que más de una vez cae en momentos vergonzantes y que se resuelve de forma demasiado sencilla, Potato dreams of America también expone el hallazgo de la identidad sexual del protagonista, en condición de homosexual, y su posterior aceptación, en una combinación de temas que recuerda inevitablemente a Flee (Jonas Poher Rasmussen, 2021) -¡hasta ambos protagonistas comparten crush de niñez!-, pero despojándose del tono grave y serio del excelente documental. Ante una película con tanta dualidad de aspectos positivos y negativos, a Hurley tal vez le habría venido mejor contenerse y apostar por un formato documental para tal jugosa historia, pero no cabe duda que el ruso-americano posee personalidad y saca algunas carcajadas entre el público, cuando este no se cubre media cara con la mano.
La realidad del capitalismo
Si antes mencionábamos que La aspirante destapaba la competencia que emana la doctrina estadounidense, Try harder! colabora también a ello desde el instituto. Ganadora del Premio del Público al Mejor Documental, la cinta resigue el curso previo a la universidad en el centro Lowell, enfocado a alumnos con altas capacidades que luchan para ser admitidos en las universidades de élite del país. Bajo el influjo de este sistema que valora la productividad constante, donde no solamente se debe tener una media de notas excelente, sino además participar en multitud de actividades, los distintos estudiantes lidian con el agobio de su día a día, las esperanzas de futuro –la mayoría fantasías promovidas por el núcleo de este sistema-, y la posterior frustración al observar que muchos anhelos no se materializan.
Convencional en su puesta en escena, Debbie Lum obsequia al espectador con un film dinámico apoyado en un brillante casting de adolescentes que alcanzan el milagro de ganarse al público y no resultar repelentes. Tal vez se echa en falta más incisión en el funcionamiento de la escuela y la interacción entre ellos, ya que Lum acompaña las subtramas de los personajes individualmente, lo cual pasa por alto las tensiones o rivalidades que seguramente deben surgir. Dejando a un lado esto, Try harder! sabe enganchar a la audiencia con cada historia, en las cuales es apreciable una evolución sustanciosa de los puntos de vista. Esta evolución permite desmitificar el sueño vendido desde el capitalismo y lo baja a la tierra, dando importantes lecciones vitales que demuestran que siempre hay una alternativa, en la que ha sido una de las propuestas que ha generado más conexión emocional.
Del país bandera del capitalismo a otro que lo ha abrazado de una manera descontrolada como China, Ascension compone un retrato en forma de viñetas del gigante asiático en la contemporaneidad. Desprovista de narración o hilo conductor, fiando todo a la imagen sin necesidad de aclarar los contextos más allá de lo que la cámara de Jessica Kingdom captura, el documental pinta un fresco de la idiosincrasia china, obsesionada por parecerse a Occidente, pero a la vez arraigada a una verticalidad férrea donde se vende un ascenso social que no llega por los intereses del poder, cegando a unos ciudadanos que abandonan la conciencia de clase.
Filmada con imágenes cuidadísimas de gran belleza, muchas de ellas altamente coloridas, con las que se remarca ese colorismo en el que China –y en general los países desarrollados- creen vivir, pero que al final solo lleva a mantener la ruina de los pobres y la permanencia de las élites, mientras con la ilusión de la globalización se pierden las raíces. No satisfará a todo el mundo ni proporcionará informaciones reveladoras, pero Kingdom ha dejado un testimonio antropológico para revisitar en el futuro.
Las que son conscientes del lugar al que pertenecen, pero no aceptan, son la madre y la hija protagonistas de El Planeta, primer largometraje de Amalia Ulman curiosamente ubicado en Gijón. Ahogadas de deudas, este dúo engaña para sobrevivir, siguiendo la tradición picaresca española, pero al mismo tiempo la progenitora prefiere vivir en el autoengaño y pretender llevar una vida acomodada que no le corresponde, guardando unas apariencias y fingiendo algo que no es. Como sus personajes principales, El Planeta está a menudo fuera de lugar y la trama muchas veces deambula hacia ninguna parte, aletargando un metraje breve pero desperdiciado. Las interpretaciones tampoco favorecen a un libreto de ideas llamativas que no traducen todo su potencial más allá de puntuales golpes cómicos o un desenlace mucho más elocuente y efectivo que los 75 minutos anteriores.
Los claroscuros de las industrias
La verdad sobre varias industrias capitales en Estados Unidos ha centrado las temáticas de filmes como Down with the king, de Diego Ongaro, que delata la fatiga del mundo musical mediante el retiro en el bosque de un afamado rapero atosigado por la obligación de producir nuevo contenido y la interacción incesante en redes sociales. Una buena premisa que no acaba de explotarse porque Ongaro, pese a su correcto desarrollo, no le aporta unas dosis de intensidad o riqueza dialéctica que la eleven a niveles más trascendentales. Eso sí, nos descubre a un Freddie Gibbs capaz de sostener 100 minutos por su propio peso.
Mucho más controvertido es el material de Zola, historia de prostitución con el sello de A24 basada en un increíble hilo de Twitter. Janicza Bravo narra el viaje de dos strippers, acompañadas por el novio de una de ellas, a Florida con el fin de ganar mucho dinero bailando. Sin embargo, la experiencia cruza líneas rojas como prostituirse, poniendo a prueba la tolerancia de las dos chicas, en un film que, bebiendo de su fuente, trata de adaptar el lenguaje de las redes sociales a la gran pantalla, con sus aciertos y sus errores. Con un montaje vivo y juguetón, Zola es un cóctel cargadito que se ingiere como agua, en el que el drama social, el crimen o la sorna negrísima se entremezclan generando una incomodidad al espectador con el que abrir debate sobre el estado de estas mujeres. Aunque irrefutablemente daba para un resultado más robusto, Zola es una propuesta con ingredientes bien armados en los que destaca por encima de todo la fantástica química entre Taylour Paige y Riley Keough, sin descuidar al robaescenas de Colman Domingo.
De la fantasía a lo más profundo del alma humana
Los films de género tienen igual cabida en la programación de l’Americana, especialmente para evidenciar las posibilidades que hay de exploración para presupuestos modestos más allá de la comedia o el drama. Una magnífica prueba de ello en el fantástico es Strawberry Mansion, de Kentucker Audley y Albert Birney, donde la imaginación viaja más allá de los medios. Situada en futuro cercano, la peripecia del gris protagonista remite a tótems del surrealismo como Michel Gondry, particularmente a La ciencia del sueño (2007), pero asimismo a los delirios de Terry Gilliam, en una obra pequeña pero ambiciosa. A veces agotadora e irritante, flaqueando por la acumulación de ideas o escenarios, Strawberry mansion es estimulante a nivel conceptual y visual, para la cual el mejor consejo es dejarse llevar.
Más concreta y atinada fue la clausura que marcó Nine days, película con la que Edson Oda debuta de manera sorprendentemente madura y sólida. Como si de un reverso en carne y hueso de Soul (Pete Docter, Kemp Powers, 2020) se tratase, esta historia de un seleccionador de candidatos para ocupar almas humanas es un canto a la vida y a sus detalles con un tono íntimo y conmovedor. Una idea brillante que, por desgracia, en algunos momentos no encuentra el apoyo necesario en la pantalla y es inevitable pensar que funciona mejor sobre el papel. Sensiblemente alargada y con puntuales instantes que pulir, Nine days presenta como contrapeso secuencias francamente muy creativas vehiculadas por un reparto en perfecta sintonía con la naturaleza del proyecto, haciendo de Oda una mirada a la que seguir en los días que vendrán.
Esta ciencia ficción de carácter humanista inspecciona cada una de las condiciones que hacen de nosotros lo que somos, entrando en lo más profundo de nuestras emociones. Sin tener que enmarcarse en el aparato ilusorio, Fran Kranz consigue remover las entrañas finamente con Mass, cuyo pasmoso temple y concisión para tratarse de una ópera prima le ha merecido el Premio del Jurado de la sección Tops y el Premio del Público. Kranz escribe un guion inteligentísimo en el que el misterio se va desgranando paulatinamente a la par que los personajes se deconstruyen para que, al final, los sentimientos como el perdón o la empatía les salven y ayuden a recomponerse a pesar de las terribles circunstancias.
Fundamentada en la palabra y de puesta en escena estrechamente teatral, pero con un tempo cinematográfico, Mass llega hondo y el pensamiento vuelve a ella recurrentemente tras su visionado porque examina cuestiones primarias que, al fin y al cabo, son con las que siempre nos topamos. Si no era suficiente el material de base, el imponente reparto lo vigoriza en un trabajo coral armónico que da lo mejor de sí mismo, sintiendo este cronista especial debilidad por Jason Isaacs y Ann Dowd. Mass es una contundente carta de presentación que apunta claramente a sus objetivos y hace diana.
El jurado joven otorgó su premio dentro de la sección Next a Sophie Jones, de Jessica Barr, drama que examina el duelo de una adolescente por la muerte de su madre; mientras que los traductores consideraron los subtítulos de Albert Vilalta y Guillermo Parra por Zola como los mejores. El mejor cortometraje para el público fue Like the ones I used to know, de Annie St-Pierre, en una edición que homenajeó a Tim Sutton en una retrospectiva, quien presentó su último trabajo (el western The last son), y rescató una joyita oculta de 1989 dirigida por Wendell B. Harris Jr., Chameleon Street. Después de esta apetitosa ración anual, solo nos queda esperar al festín de la décima edición, si el mundo lo permite y lo que evocan las palabras de Jackie Kennedy no va en aumento. Queremos seguir haciendo el indie, y no otras cosas.