CRÓNICA DE L'ALTERNATIVA 2018
Un cuarto de siglo ha cumplido este festival de referencia para un cine oculto de difícil distribución en salas, en tiempos que llegan 19 estrenos a la semana.
Un cuarto de siglo ha cumplido este festival de referencia para un cine oculto de difícil distribución en salas, en tiempos que llegan 19 estrenos a la semana. 25 años de existencia parece ser un buen momento para hacer balance retrospectivo y el festival no ha sido menos y lo ha hecho a través de sus filmes programados, en buena parte de los cuales la memoria, en varias vertientes, ha fundamentado buena parte de sus premisas.
Ya desde la ganadora del premio a la Mejor Película vemos como la memoria personal es el centro sobre el cual construir un discurso, filtrado a través de las imágenes caseras producidas por una cámara. El silencio es un cuerpo que cae rastrea en la vida del padre de la cineasta, Agustina Comedi, mediante los recuerdos visuales caseros que la directora selecciona para hablarnos del antes y después de tenerla como hija, y de cómo su pasado se difuminó con la paternidad, hasta el día de su precipitada muerte. Desde una reveladora intimidad, Comedi nos cuenta una transversal historia de elecciones vitales y sacrificio emocional motivado por los límites impuestos por la sociedad, en un homenaje realmente bien construido en el que, además, la cineasta reflexiona sobre la relectura de imágenes y del significado que pueden retomar una vez se madura y se adquieren nuevos conocimientos, tanto del ámbito social como del personal. De cómo los recuerdos audiovisuales nos pueden ayudar a comprender el nuevo significado que puede haber detrás de un gesto, una actitud o una palabra en un momento determinado, una vez el secreto ya se ha descubierto. Montada con sentido del suspense dramático, delicadamente se acerca a la figura de su padre sin sensiblerías, y con algún lugar para el humor, aportado por los testimonios que ayudan a contextualizar todo el corpus familiar que Comedi dispone ante su cámara.
Memoria, esta vez colectiva, es la idea que pivota alrededor de El silencio de otros, documental de Almudena Carracedo y Robert Bahar sobre la querella interpuesta en Argentina contra España por familiares de víctimas del Franquismo para recuperar los restos de sus seres queridos. Consigue sacar los colores al Estado Español, evidenciando que lo vivido en estos últimos 40 años no ha sido más que una fachada para perpetuar el sistema caduco y corrupto de la Dictadura Franquista, bajo el amparo de la “sacrosanta” Transición, vendida como modélica y reconciliadora, pero que en realidad sirvió para no castigar al fascismo. En este sentido, es significativo para el público internacional –y buena parte del español- la denuncia que hace de esta España construida de forma errónea, pero se echan de menos algunos datos y pruebas irrefutables más que dejan en paños menores al Estado. Carracedo y Bahar canalizan esta denuncia por medio de las historias personales de varios de los querellantes (alguna de las cuales bien merecía más desarrollo, como la de Salvador Puig Antich), en cuyas intervenciones se pueden percibir toda clase de emociones, desde la rabia hasta la compasión, desde la tristeza hasta la alegría, desde el miedo hasta la determinación. Así pues, El silencio de otros sale muy airoso porque ya parte de una base temática potentísima, a la que tal vez un poco más de riesgo formal le hubiera sentado estupendamente para alejarse del encorsetado estilo periodístico y llevarla hasta cotas maestras, sin temor a perder toda la información que se cuenta. Elocuente, muy ilustrativa e interrogativa, en la necesidad de repensar urgentemente un país que no es una sana democracia resalta el lugar esencial de la memoria. De una memoria colectiva erigida desde la individualidad, que tiene que ser responsable para no caer en la torpeza, y también una vela para la honra de todo aquel que ya no está. En fin, para andar hacia el futuro, nunca hay que olvidarse de no olvidar. Y El silencio de otros nos anima a no olvidar con un portento tan grande que consiguió una sostenida ovación durante cinco minutos.
De la significativa marca que dejó La leyenda del tiempo (2006) en la filmografía de Isaki Lacuesta se escribe esta Entre dos aguas, continuación de la primera ahora con esos niños de 12 años con alguna esperanza transformados en veinteañeros en un desolador ambiente, azotado por los efectos de la crisis en la zona más vulnerable de España. Con vocación de retrato y con recursos del documental –género en el que Lacuesta se ha fogueado de distintas maneras-, el film sigue a un Isra desorientado, recién salido de la cárcel y abandonado por su mujer, y a un Cheíto que ha encaminado su vida formando una familia y sirviendo para las Fuerzas Armadas, en un tránsito vital que evoca a la evolución a lo largo del tiempo del Antoine Doinel del tándem Truffaut-Leáud. Un paso de niño adorable a delincuente forzado por las inclementes circunstancias, el fin de la inocencia cuando la realidad pega un duro golpe a alguien sin recursos. En la película la lucha no solamente es con el día a día, sino asimismo entre la realidad y la ficción, adentrándonos en terrenos metalingüísticos. Lacuesta mezcla hechos verídicos de la vida de los protagonistas con pasajes inventados para llevar la historia hasta lo que le interesa, dejando para el espectador la libertad para discernir qué es real y qué no, dónde hay mentira y dónde sinceridad, en una obra ya con un carácter de raíz muy realista. En su deseo de captar el paso del tiempo en unos personajes ya conocidos por el director y el espectador, tan sólo hay que achacarle un exceso de metraje que ralentiza innecesariamente y termina por redundar, en vez de simplificar o sugerir. Sea realidad o ficción, Entre dos aguas posee verdad y naturalidad, y en eso ni Lacuesta ha conseguido burlarse a si mismo, en su afán de jugar a introducir pequeños momentos de engaño en escenas de franqueza avaladas por la cercanía con la que nos relata dos vidas.
Las resonancias de una pesadilla real como fue la Colonia Dignidad son presentes en el bagaje personal de la protagonista de la fantasmagórica La casa lobo (Joaquín Cociña, Cristóbal León)–mención especial del Premio de la Crítica-, stop-motion de alto contenido psicológico en que los sentimientos de una mujer escapada de una secta son materializados en las paredes de la casa donde vive. Una casa oscura, manchada por la turbiedad del pasado, de lo visto, oído y sentido. Técnicamente abrumadora por sus escenarios levantados a tamaño real y una planificación a modo de (falso) plano secuencia, este cuento que mezcla los terrores infantiles, con alusiones a Los tres cerditos, y los adultos en forma de vejaciones, abusos sexuales y auras del nazismo, termina por resultar algo plomiza, ya que no dejamos de estar ante un cortometraje alargado. Además, el desconcierto constante y la frialdad formal, la cual deja entrever el artefacto todo el rato, genera una cierta barrera emocional con el espectador, dificultando su empatía con el personaje. Un intenso material de fondo que ha cristalizado en una propuesta fallida, pero con ingredientes apetecibles.
Secuelas emocionales también hay en los soldados británicos y argentinos de Teatro de guerra, documental terapéutico de Lola Arias en que se hacen patentes los efectos colaterales de la guerra en el ser humano, no como víctima pasiva, sino como agente activo en la contienda. Decimos terapéutico porque Arias plasma la mesurada catarsis de estos soldados vehiculada mediante actividades como el teatro, con el cual se humaniza a estos hombres que experimentaron la insensibilización en sus carnes. El juego con el teatro permite a Arias, además, tantear como Lacuesta los límites entre la realidad y la recreación, en este sutil estudio del carácter humano sin sentimentalismos, pero algo falto de pasión para que supere la corrección.
En el ámbito de la verdad y la falsedad indaga, esta vez en el mundo de la información y de la propagación viral de las fake news, la divertidísima Our new President, de Maxim Pozdorovkin. La película reposa en un dinámico ejercicio de montaje de noticias, vídeos caseros e imágenes de archivo que ilustra la injerencia rusa en la campaña electoral de Donald Trump y su sucesiva investidura como Presidente de los Estados Unidos. Con sorna y a la vez voluntad divulgativa, Pozdorovkin destripa el aparato extremadamente politizado de los medios de comunicación rusos y su interés en que Trump venciera para el beneficio de Rusia, a la vez que saca a relucir tronchantes perlas registradas por ciudadanos rusos pro-Trump que, simultáneamente, evidencian una sociedad manipulada y que conforma una opinión de forma irracional a partir del sesgo informativo. Un complejo y suculento tema que se queda en la superficie por el miedo de Pozdorovkin en resultar denso. Pese a que lo lúdico se imponga al análisis, Our new President es un adecuado acercamiento a esa arma de destrucción masiva que son las notícias falsas en esta guerra informativa del nuevo milenio. Si hay cualquier duda, que se lo pregunten a Hilary Clinton.
Finalmente, aunque parezca que se aleja del tópico de la memoria que ha sobrevolado todas las películas citadas, el aroma de una ruralidad gallega opuesta a lo bucólico percibida por Xacio Baño baña Trote, su primer largometraje, que supone un inicial coqueteo con la ficción, tras varios cortos documentales. La idealizada vida en el campo por la ficción es deconstruida con la trama de una pareja en crisis expresada a golpe de silencios, planos cerrados para evitar la libertad del espacio abierto y la belleza atribuida a la naturaleza por convención, y desenfoques para remarcar el aislamiento de unos personajes más odiosos que afables. En esta lucha también entre lo salvaje e instintivo con lo civilizado y racional, Baño peca de abuso de estos tics de “intensito” propio de muchas producciones de este calibre, es decir, propiedades que han devenido convenciones de este tipo de filmes íntimos en los que se suele confundir el vacío, el silencio o la lentitud con potencia dramática. Y eso no siempre es conseguido. En el caso de Trote, parece que la propuesta se asienta algo más en la convención que en la convicción, llevándola más por la senda de los lugares comunes que de la autenticidad. Baño no le ha tomado aún el pulso a la ficción para volverla natural, pero se pueden vislumbrar en alguna secuencia puntual (la fiesta mayor) una espontaneidad que necesita para sus futuras obras.
El palmarés de la edición se saldó con una mención al premio a la Mejor Película para The image you missed (Donal Foreman), un diálogo de imágenes entre un hijo y su fallecido padre poniendo como eje central el conflicto de Irlanda del Norte. La crítica consideró Black Mother, de Khalik Allah, la mejor película del certamen, un ensayo sobre las creencias y la fe en Jamaica. La federación de Cineclubs premió como mejor película a América (Erick Stoll, Chase Whiteside), retrato íntimo del cuidado de tres hermanos a su abuela. En la sección “Panorama”, Lo que dirán (Nila Núñez Urgell) fue la mejor película y La grieta (Irene Yagüe, Alberto García Ortiz) el mejor guión, mientras que en los cortometrajes el premio gordo fue para Optimism (Deborah Stratman), la mención para Mon amour, mon ami (Adriano Valerio) y el premio del público para Porque la sal (Cardozo Basteiro).
La programación ha hecho justicia a un Festival que aboga por la calidad y la capacidad sorpresiva, factores que lo han llevado a soplar 25 velas y, lo más importante, a hacerse un hueco en la mente de sus intrépidos y curiosos asistentes. Si se sigue por esta línea, de bien seguro que no caerá en el olvido de los cinéfilos.