El mundo de la tarántula: Confieso que he bebido
No me cabe la menor duda de que Pablo Carbonell es uno de los nuestros. No tengo el placer de conocerle personalmente pero he crecido con sus canciones (Mi agüita amarilla, Yo no me llamo Javier), sus películas (Obra maestra, Atún y chocolate) y sus programas de televisión (La bola de cristal, Caiga quien caiga) disfrutando de cada uno de ellos con fervor y entusiasmo.
No me cabe la menor duda de que Pablo Carbonell es uno de los nuestros. No tengo el placer de conocerle personalmente pero he crecido con sus canciones (Mi agüita amarilla, Yo no me llamo Javier), sus películas (Obra maestra, Atún y chocolate) y sus programas de televisión (La bola de cristal, Caiga quien caiga) disfrutando de cada uno de ellos con fervor y entusiasmo.
Ahora se ha decidido a explicar unos cuantos retales de su vida y obra en un libro repleto de jugosas anécdotas desternillantes y vivencias que en ocasiones rayan el surrealismo más inverosímil. Estamos ante un trabajo parido desde las entrañas de una persona (o personaje) especial y esencial para conocer la historia más reciente de nuestro país, un documento del todo imprescindible para todos aquellos que quieran conocer de primera mano cómo eran aquellos tiempos en los que la libertad de expresión no se coartaba y dónde la Cultura se escribía con mayúscula y no se intentaba arrinconar bajo pretextos de mal pagador.
Y todo desde un sentido homenaje a algunos de sus coetáneos, amigos del alma que en algunos casos por desgracia han ido desapareciendo (caso por ejemplo de su hermano Pedro Reyes o el maestro Javier Krahe) y que, desde la sinceridad y del amigo, Pablo recuerda con un cariño y nostalgia admirables.
El libro recorre de manera ociosa y muy entretenida la biografía de un artista singular, alguien que decidió nadar a contracorriente ya desde su más tierna infancia cuando abandonó su pueblo natal gaditano para probar suerte en la gran ciudad. Con el descaro y empeño de quien se quiere comer el mundo a dos carrillos, abrazó la farándula con afán vocacional y empezó a sobrevivir en la selva urbana. Sus decisiones siempre estuvieron encaminadas al mundo de la creación, topando una y otra vez con los remilgos tradicionales de un país que sangraba necesidades por todos los poros de su piel.
Su juventud coincidió con su traslado a Madrid y su inserción a golpe de vivencias nocturnas en la tan tremebunda y añorada movida madrileña, aquel movimiento contracultural en la que los Almodóvar, Wyoming, Alaska y demás hijos de la noche se desgañitaban por gritar a los cuatro vientos que había llegado la hora del cambio verdadero, el momento de revelarse contra el orden establecido. Fueron tiempos de desfases, de coqueteos con las drogas, de beberse la vida como si no hubiera un mañana.
Pero como decían Los Módulos, todo tiene su fin, y del “Tierno” Galván se pasó al “Duro” Álvarez del Manzano, y el gris volvió a cubrir la capital y con ello se acabó lo que se daba. Aquellos fueron tiempos duros, donde cualquier renglón torcido se castigaba con ejemplaridad oficial. Los jóvenes irreverentes se fueron haciendo mayores (si es que alguna vez han llegado a serlo) y tocó guarecerse ante las inclemencias del tiempo. Pablo se fue alejando paulatinamente de proyectos corales probando fortuna como cantautor. Sus letras pasaron de la simpleza e insania de la época de Los Toreros Muertos a la ironía madura.
El libro no se lee, se devora. La visceralidad del escritor empapa al lector de un alud de experiencias y de acotaciones donde da rienda suelta a toda su mordacidad, que no es poca. Si la jocosidad y el buen rollo son las puntas de lanza en su forma de escribir, también hay un espacio importante para lo emotivo, como ocurre con todos los pasajes dedicados a su hermana Nuria y para el drama personal, escenificado en sus miedos ante la posibilidad de haber contraído el SIDA o los fracasos amorosos producidos por culpa del estrés laboral.
Y es que Pablo Carbonell es un animal, de verdad…