El Viaje Del Monstruo Fiero
Escenografía
Equipo Escenográfico PEB
Diseño de iluminación
Miguel Ángel Camacho
Vestuario
Georgina Moustellier
Director musical
Javier Alejano
CRÍTICA
El viaje del monstruo fiero, estrenado el pasado 9 de marzo en el teatro de la Comedia, encumbra a Rafael Álvarez “El Brujo” como el gran juglar del siglo XXI. Este viaje circular comienza con una anécdota en el velatorio de Fernando Fernán Gómez, actor que comenzó su carrera en ese mismo escenario. En él Emma Cohen le entregó a El Brujo los cantos de Vida y Esperanza de Rubén Darío y éste declamó muy solemne: Ego sum lux et veritas et vita, soy luz y verdad y vida, lo que sobresaltó a un José Luis López Vázquez meditabundo y adormecido, que también se encontraba allí. Ahí comienza el homenaje a esos monstruos de escena que hicieron grande la profesión de actor en España.
Rafael se define como bululú. El bululú es un actor en solitario que recorría los pueblos interpretando farsas o entremeses y cuyo origen se sitúa en el siglo de oro. En esa misma tradición, nombra los diferentes tipos de compañías teatrales de la época en función del número de integrantes. Los ñaques, bojigangas o farándulas que alegraban la vida de los habitantes de las llanuras españolas y a los que El Brujo rinde honores en esta función.
Y en ese amor por el teatro y los actores pregunta a la platea. ¿Quién es el monstruo fiero? ¿Quién es que nació de nobles padres y parió una madre sola y de muchas madres nace? A partir de esa cuestión formulada por Lope de Vega, El Brujo pone en escena a dos de los tres pilares que según él sostienen la cultura occidental, Shakespeare y el teatro del Siglo de Oro español. El tercer pilar serían las tragedias griegas.
Rafael busca su particular grial en la comunión con el público, al que maneja a su antojo, interpelándole cuando suena un móvil (o dos, por favor, modo avión obligatorio), y salpicando su enorme erudición con chistes que hacen más digerible tanta cultura clásica. En otra anécdota recuerda que en uno de esos pueblos de cuyo nombre no quiere acordarse, se hallaba declamando el ser o no ser y desde el fondo del patio de butacas un paisano le contestó que entre ser o no ser, mejor ser, de toda la vida.
El metateatro se hace verbo con El Brujo, escenificando las compañías que representaban sus farsas en los pueblos de la península. Y es que todo parte de la estética, el génesis está en la belleza y en su búsqueda. Y en esa investigación El Brujo es una batidora que mezcla de forma sublime a A Santa Teresa con las alcaldías y el afán recaudatorio de los políticos, a Cervantes con la Agencia tributaria, a Romeo y Julieta con el Ministerio de Igualdad en un ejercicio de equilibrismo escénico tan divertido como inteligente.
En la esquina izquierda su habitual acompañante, el músico Javier Alejano, que subraya ciertos momentos escénicos, enfatizando los soliloquios de El Brujo con su violín o la percusión.
Cuenta El Brujo que, según Fernando Fernán Gómez, en España el público quiere ver sufrir al actor, no al personaje que está interpretando. En esta ocasión, este juglar mesiánico no solo no sufre, sino que disfruta y nos hace gozar. El Brujo divulga y prescribe a los clásicos del siglo de oro español, Quevedo, Góngora, Lope de Vega, del cual nos proyecta una imagen del cuadro de su entierro. Si una obra de teatro era buena se decía que era de Lope, cosa que se generalizó a cualquier cosa que fuese notable, extraordinaria. Y este montaje es de Lope. Por muchos años más, celebremos la fiesta de contar una historia y la liturgia de escucharla.