El triángulo de la tristeza
Cartelera España 17 de febrero
Título original
- Triangle of Sadness
- Año
- 2022
- Duración
- 147 min.
- País
- Suecia
- Dirección
- Guion
-
Ruben Östlund
- Fotografía
-
Fredrik Wenzel
- Reparto
-
Harris Dickinson, Charlbi Dean, Zlatko Buric, Dolly De Leon, Woody Harrelson, Vicki Berlin, Henrik Dorsin, Sunnyi Melles, Jean-Christophe Folly, Iris Berben, ver 15 más
- Compañías
- Coproducción Suecia-Francia-Reino Unido-Alemania;
Plattform Produktion, SVT, Film I Väst, arte, Coproduction Office, arte France Cinéma, Eurimages, ZDF/Arte, Imperative Entertainment, BBC Films, ver 8 más
- Género
- Comedia. Drama | Sátira. Supervivencia. Comedia negra. Comedia dramática
- Sinopsis
- Tras la Semana de la moda, Carl y Yaya, pareja de modelos e influencers, son invitados a un yate en un crucero de lujo. Mientras que la tripulación brinda todas las atenciones necesarias a los ricos invitados, el capitán se niega a salir de su cabina, a pesar de la llegada inminente de la célebre cena de gala. Los eventos toman un giro inesperado y el equilibrio de poder se invierte cuando se levanta una tormenta que pone en peligro el confort de los pasajeros.
- CRÍTICA
Malos no, malísimos. Y un poco tontos. Y bastante inútiles. Y todo eso es de lo más gracioso. Y ahí está el multipremiado Ruben Östlund para decírnoslo bien clarito, que no quepa ninguna duda. Y hala, todos a celebrar la ironía y la finura del retrato de esos ricos malos, tontos e inútiles.
En el cine del director sueco se da una especie de conjunción entre Haneke (sí, eso han dicho. Sin ningún rubor) y Pedro Lazaga. Mensajes contundentes para mostrarnos lo mal que están las cosas, la injusticia del mundo, la discriminación y la firme voluntad de concienciar a quien pase por delante para corregir la situación. Eso sí, con un sentido del humor muy peculiar. Tanto que lo único que se aprecia en él es la voluntad de hacer gracia, porque conseguirlo ya es otra cosa.
A las últimas tres películas de Östlund las han llamado (algún crítico imaginativo, suponemos) trilogía de la masculinidad. Y bueno, sí, algunos hombres aparecen por allí. Pero no se limitan a mostrarnos esos hombres, sino que el autor tiene ambiciones de mucho más largo alcance. En su ánimo parece estar la voluntad de diseccionar ámbitos tan complejos como el arte (The square) o, aquí, la moda. Y viendo el resultado cuesta entender la disección y hasta la moda.
En realidad, El triángulo de la tristeza no se sabe muy bien de lo que trata. Es cierto que los dos personajes iniciales, quienes protagonizan la primera de las tres partes de las que consta la película, son modelos (como lo son los que aparecen en el prólogo), pero igualmente podrían ser cualquier otra cosa, pues la anécdota que protagonizan no requiere de su profesión ni de ninguna otra.
Como pasa en muchos momentos, esa primera parte tiene el aroma de una idea que había que meter como fuera (ha explicado Östulund que eso mismo le pasó a él, punto por punto), algo muy ingenioso que no podía ser hurtado al afortunado espectador. A partir de ahí esperaríamos que estos jóvenes fueran el hilo conductor del resto de la historia, pero en muy escasa medida lo son, ya que la película deriva en una especie de relato coral (es un decir) en el que son dos más entre varios.
Y es que parece como si los entresijos de la moda se le quedaran demasiado estrechos al director. Sus aspiraciones van mucho más allá. Se trata de mostrarnos la vileza de esos adinerados y ociosos turistas, y ya puestos contraponerlos a la abnegada y oprimida tripulación.
Para acabar de condimentar el pastel, aun a riesgo de que resulte indigesto, referencias a los roles sexuales (¿quién paga la cena?), al poder de las redes sociales (la influencer), a las hipócritas preocupaciones de los señoritos por el bienestar de los siervos (todos a nadar menos uno, a quien se le ha despedido), o hasta la política internacional y el comercio de armas (qué rabia que se hayan prohibido las minas antipersona, con el buen rédito que daban). Decimos referencias porque no pasan de eso. Poseen una liviandad que excluye cualquier reflexión mínimamente rigurosa. Colección de lugares comunes buscando la complicidad fofa del espectador.
Pero la cosa no va a acabar ahí. Ya empieza a subvertirse el modelo con la cena que el capitán ofrece en plena tormenta (hay quien ha creído encontrar en el papel de Woody Harrelson, el capitán del navío, un personaje original e irresistible, cuando no es otra cosa que un clavo más en el mosaico de vulgaridad que es toda la película), y con la vomitona generalizada. Más de diez minutos de regurgitaciones a cuál más repelente, hasta que la mierda rebasa el inodoro. No sé si se capta la metáfora. Y qué gracioso todo.
Pero por si acaso queda alguna duda, se resuelve de inmediato. Ahí tenemos al capitán del barco, de profundas convicciones marxistas (la Internacional incluida), haciendo un relato pormenorizado de los males del mundo y de la crueldad del capitalismo, responsable de todos esos males. Sí, ya lo tenemos claro.
Ese es el aperitivo para el giro final. Una vez abandonados en la isla, todo el dinero y el estatus social ya no sirven para nada, y habrá que echar mano de alguien que pueda resolver los problemas cotidianos a los que esta tropa se enfrenta. ¿Quién? Efectivamente, la limpiadora del barco que ahora se erige en líder del grupo. Lo explicaremos un poco más: los ricos son unos inútiles que no son capaces ni de alimentarse, y menos mal que están ahí los oprimidos y los humillados para resolver los problemas. ¿Y qué? ¿Qué pasa ahora con el dinero? Pues eso.
Sin embargo, que no cunda el pánico, ya que al final todo volverá a su lugar. Sin saber cómo, resulta que esa isla propia de Robinson Crusoe era nada menos que un resort de lujo, y al descubrirse la fugaz jefa volverá a ser sirvienta, si acaso con una leve mejora del estatus, y los señores recuperarán su posición de dominio. Cuánta crueldad y qué desagradecidos.
Aunque para que pensemos al salir del cine, el director nos obsequia con un final abierto. ¿La mata o no la mata? Y qué más da. Es todo tan trivial que ese final no hace sino ahondar en la trivialidad.
Esta película recibió una gran ovación del público que asistió a su proyección en Cannes. No es de extrañar. Reúne todos los tópicos posibles para excitar las pasiones más irracionales. Toca todos esos temas con los que nos sentimos tan regocijados, esa especie de «justo lo que yo pienso». Nada de comprometer al espectador, nada de llevarle la contraria, nada de obligarle a una reflexión que le suponga un mínimo trabajo, una mínima vacilación respecto a sus convicciones. Se trata de subirse a la ola y que ésta impulse la película. El populismo se adueña del cine.
No es casual. Todo responde a un plan diseñado de antemano. Cuando Östlund filma una película, antes de echarla a rodar, la proyecta ante numeroso público para analizar sus reacciones, y a partir de ahí modificar lo que hiciera falta con el objeto de que el éxito esté garantizado. Se consigue así lo que salta a la vista, un adocenamiento en el lenguaje y en el mensaje, tan importante el mensaje, que no permite apartar la vista del propio ombligo.
Y aún así (¿o cabría decir que justamente por ello?) hay muchos críticos que la han llenado de estrellas, quizá por no atreverse a llevarle la contraria a Cannes, el festival de festivales, la garantía de calidad, o quizá porque de verdad les ha gustado, sin más. No se sabe qué es peor.
Lo de Cannes, como lo del resto de festivales, habrá que empezar ya a valorarlo en lo que vale. Los premios no lo otorgan las instituciones, ni el prestigio, ni la historia, sino un variopinto jurado que cada año se inclina por lo que el particular entender de los miembros a los que en esa edición se les ha dejado el juguetito, les indica. Tomarlo como referencia de algo más allá de sus gustos personales es un error. Por lo tanto, esperar que los fallos de los jurados garanticen o salvaguarden un canon, una ingenuidad.
Valga esto también para aquilatar lo ocurrido con los recientes premios Goya (salvando las distancias, aunque cada vez sean menores), donde hemos asistidos a un clamor de indignación por el hecho de que Alcarràs, ganadora del Oso de Oro en Berlín, se haya ido de vacío en los premios nacionales. Y no es que los ganadores merezcan mucho más su triunfo que la película de Carla Simón, es que a nadie se le ha ocurrido cuestionar el premio berlinés. Nadie se ha parado a calibrar los valores de la película, las razones de ese premio. En un gesto de provincianismo sonrojante, se ha equiparado el triunfo en la Berlinale con calidad, sin ir más allá.
Si se hubiera hecho habría sido obligado concluir que ese triunfo obedece, en esencia, a lo que ha hecho triunfar a la película que aquí nos ocupa en Cannes. Ambas poseen todos los resortes que los tiempos reclaman para suscitar la admiración del mainstream. De eso se trata, por muchas vestiduras que se rasguen.
Escribe Marcial Moreno Revista Encadenados