Sin duda nos hallamos ante uno de los clásicos del cine negro de todos los tiempos, a la altura de otros títulos míticos como El sueño eterno, Historia de un detective, Extraños en un tren o Perdición, todos ellos guionizados por el maestro del género Raymond Chandler (si les falta por ver alguno de los films citados, ya están tardando en localizar una copia).
Terminada la II Guerra Mundial (1939-1945), Johnny (Alan Ladd), después de haber sufrido multitud de horrores entre los que se cuenta el haber perdido un hijo por culpa del a difteria mientras se encontraba en el frente, vuelve a su casa en compañía de dos camaradas de batalla, pero descubre que su mujer se ha enamorado de Eddie, el dueño de un night club llamado ‘La dalia azul’. Al principio, se siente tan anonadado que sólo piensa en vengarse, pero inmediatamente abandona la idea y se va. Cuando, al día siguiente, su mujer aparece muerta, él se convierte en el principal sospechoso, ya que había llegado incluso a amnazarle con una pistola. No le quedará entonces más remedio que buscar al asesino, y Joyce (la bellísima e inigualable Veronica Lake), la esposa de Eddie, le ayudará a encontrarlo.
La Dalia azul es un referente dentro del subgénero noir de las películas que giran alrededor de los soldados que vuelven a casa tras el cese de hostilidades de la Segunda Guerra Mundial y que se encuentran sin comerlo ni beberlo con una sociedad corrupta y decadente; una versión putrefacta de la América que dejaron para luchar y donde el pastel de manzana de mamá ahora oculta cuchillas de afeitar.
El emparejamiento de Ladd y Lake a través de varias películas fue un tanto extraño, ya que rara vez se les ofrecía mucho tiempo para compartir pantalla, a pesar de que los carteles de cine incidían en la idea de que los íbamos a ver juntos durante gran parte del metraje. Aquí, Lake interpreta a la ex-esposa de Harwood, que acaba de darle a Johnny un impulso, cayendo al instante por su melancólico encanto. Ambos se quedan en el mismo hotel, y otro encuentro casual ocurrido durante el desayuno nos da el único momento de sustancia entre la pareja, ya que coquetean con la idea de un futuro que parece imposible para ambos. Posicionada en un balcón, Lake mira hacia el océano con ansia, hablando de un deseo de subir palos y viajar, mientras que el ex hombre de la marina de Ladd, diciendo, mantiene la espalda girada hacia el mar.
Como ocurría en la también muy recomendable La llave de cristal, la relación más intrigante aquí es la que existe entre los personajes interpretados por Ladd y Bendix. Este último, Buzz, interpretado a la perfección por uno de los secundarios de lujo del Hollywood dorado, William Bendix (Naúfragos, Brigada 21, El gran robo), da vida a un bruto simpático con una placa de metal en la cabeza que se pone de los nervios cada vez que escucha “música de mono” (un término racista para el jazz). Su cariño por su piloto es entrañable, la enorme zorra que anda constantemente en su apartamento esperando noticias de su amigo, pero Buzz también está implicado de alguna manera en el asesinato, sin saberlo Johnny, habiendo compartido una bebida en un bar con Helen la noche de su muerte.
Las primeras escenas hacen un gran trabajo a la hora de crear el ambiente de la película, pero la intriga inicial no acaba de sostenerse del todo debido a las continuas reescrituras del guion donde se cambiaron algunos de los parámetros de desarrollo argumental que no acababan de ser del gusto ni de los productores ni de algunos de los estamentos oficiales que apoyaban al film, caso del mismísimo Ejército de los EEUU, quienes se ofendieron ante la idea de que un excombatiente cometiera un asesinato en claro estado de embriaguez.
El único pero de tan estimable film es la desganada dirección por parte de George Marshall, un cineasta mucho más dotado para la comedia que para el cine negro.