Es 20 de diciembre de 2015 y España vota en unas elecciones. Una mujer cuenta contracciones en la sala de dilataciones de un hospital barcelonés, el país cuenta escaños. Uno de esos escaños es para ella, la mujer que horas más tarde da a luz a una niña y un niño. En el acto de parir entierra el mundo tal y como lo conocía hasta entonces y abre las puertas que conectan la vida y la muerte, la luz y la oscuridad.
El nacimiento de los mellizos, que desata en el padre y las abuelas una euforia que resuena con la del país, se convierte para la narradora de esta novela en el inicio de una historia de locura. Porque al parto no le sigue la felicidad espontánea ni aquella plenitud que como por arte de magia debería provocar la maternidad, sino la confusión, la ansiedad, la obsesión y el terror ante la fragilidad de la existencia: la propia y la de unos hijos a los que, dominada por una consciencia exacerbada de la finitud, la madre ama tanto como teme. La muerte asoma en el líquido que supura la pequeña lesión que ha dejado la punción epidural, en las bocas hambrientas de los bebés prematuros, en la leche que no alcanza o en la grieta que se extiende por una pared del hospital, y mientras ella intenta controlar sombras y demonios, en la mirada de los otros ve el reflejo de una loca. Sin embargo, en medio de una marea de pulsiones y pensamientos contradictorios, debe buscar el modo de sobreponerse para poder cuidar de los recién nacidos y asumir, a pocas semanas de parir, el cargo de diputada. Llevar adelante esta doble empresa exige la ayuda de médicos, terapeutas, fármacos y un entorno familiar que, cómo puede, intenta poner coto a un trastorno postparto que se manifiesta en crisis de ansiedad hipocondríaca y se retroalimenta ferozmente con cada tos, cada mancha en la piel o enfermedad que los hijos padecen.
Las semanas se parten entonces entre los días pasados junto a su pareja y sus hijos en Barcelona, donde las excursiones a urgencias pediátricas se suceden, y estadías en Madrid en las que, sorteando el escarnio en las redes y el machismo que aún acarrean muchos compañeros de partido, busca los modos de dar voz a todos aquellos que confiaron en ella. En el ir y venir entre el espacio íntimo de la crianza y la escena política, crecen el remordimiento, el miedo y otros monstruos internos, pero también, los lazos que anudan lo personal con lo colectivo y abren paso a la sanación. A través de la literatura, el arte y los mitos que cimientan nuestra cultura, la narradora aprende a mirar sus heridas y rendirse a su vulnerabilidad, y encuentra en las figuras literarias de la antigüedad o los testimonios de mujeres victorianas desconocidas el lenguaje para nombrar una sinrazón que sale a superficie de la mano de la maternidad y todos los afectos que confluyen en ella.
Las locas, cuenta Mar García Puig, siempre han cantado y declamado versos porque el desenfreno lírico es la única lengua posible para hablar desde el miedo, el dolor y el extravío que gobiernan su existencia.
La historia de los vertebrados, una obra que recoge su experiencia y está escrita para encontrar consuelo, pero ante todo, para conservar la memoria de tantas mujeres que, al igual que ella, han tenido que lidiar con los trastornos del postparto.
Mar García Puig examina el tratamiento cultural que ha recibido la locura femenina y, concretamente, los trastornos mentales relacionados con la maternidad, e indaga en una serie de figuras que, presas de la melancolía o una ansiedad desbocada, no dan la talla para convertirse en luminosos ángeles del hogar, un rol histórico del cual las mujeres aún no terminan de librarse...
FRAGMENTOS
«Cuando el cortejo de médicos desapareció, se me reveló una realidad en la que no había pensado: yo había dado a luz a un nuevo mundo, porque aquel en el que mis hijos no existían había desaparecido, y hoy empezaba todo. El parto había abierto la puerta que conecta el ser y el no ser, la vida y la muerte, la luz y la oscuridad, y yo ya no la podría cerrar nunca.
En 1942, la poeta Silvia Mistral escribió después de parir a su hija: “He vuelto de la muerte y no he rezado a Dios”. Yo tampoco recé a Dios, pero de la muerte volví solo a medias».
« Jaime la llama “trastorno por interferencia de la de la guadaña”. Como fármaco me propone la rendición. “Haz uso de ese verbo, que está mal valorado, pero en realidad es muy bello”, me aconseja. A mí, que desafié las reglas de la naturaleza pariendo sin tener trompas de Falopio, a mí, que me presenté de la nada a unas elecciones con la intención de dispensar justicia y amor. No lo veo posible. Pero gracias a los diálogos que entablo con él cada vez aprecio más esa belleza que me perjura que hay en el hecho de rendirse. Lo que él me propone es una rendición terapéutica, que sea consciente de que cuanto más lucho contra la incertidumbre más agravo el problema. Rendirse no es pasividad, es sensatez, asegura Jaime».
«Cuando ya llevo un rato perdida, deambulando sin dirección, anochece repentinamente. El sol se ha puesto negro y una luna roja asoma por un cielo tenebroso. Siento que los muros del hospital van a caer, que las montañas azuladas en el horizonte se desmoronan. No hay nadie a mi alrededor y todo parece en ruinas. Tengo que entrar. Pero el camino hasta la puerta está lleno de escoria.
Cuando ya he perdido la cuenta del tiempo que llevo evitando cruzar ese umbral, busco el teléfono a tientas en el bolso y llamo a mi hermana mayor. Lloro con desenfreno hasta destilar mis párpados. Finalmente consigo recuperar la voz huida y le confieso que no tengo fuerzas para enfrentarme a la visión de mis hijos. Que los amo tanto como los temo. Horrorizada, me doy cuenta de que esa frase, que parece salida del mismo infierno, procede de mi boca. Siento que me ahogo. Querría escupirme entera para no tener nada que ver con lo que acabo de decir. Pero ya es demasiado tarde».
«Los psiquiatras quizás dirían que en mi entrada en política hubo algo de delirio de omnipotencia: pensé que con mis acciones podría cambiar el mundo, que podría vencer a las fuerzas económicas y morales que iban a tratar de impedírmelo. Pero también hay algo de locura en la capacidad de permanecer en política, indemne a las dinámicas de partido que pueden hacerte trizas en un parpadeo. Un poco como una hoja de hierba, tienes que estar dispuesta a permanecer imperturbable ante los altibajos de la sequía y la lluvia, a que tan pronto te sienten a la diestra de los cielos como te arranquen de cuajo y te dejen sin raíz. No me desenvuelvo bien en esos lares: carezco de estrategia y de familias que me protejan. Entiendo que la política implica, además de señalar el error ajeno, admitir el propio, y no puedo negar que yo y los que me rodean cometemos unos cuantos. Y eso me hace inmensamente débil en un reino en el que la debilidad, lejos de una oportunidad, se considera el mayor de los pecados».
Mar García Puig (Barcelona, 1977) es licenciada en Filología inglesa y tiene un máster en Lingüística. Editora de profesión, ha publicado artículos en medios como La Vanguardia, El Periódico, elDiario.es, Público o CTXT. Ha colaborado en los libros LGTBI (Sembra Llibres, 2020), Neorrancios. Sobre los peligros de la nostalgia (Península, 2022) y Más que visibles (Egales, 2022). Desde 2015 es diputada por Barcelona en el Congreso de los Diputados, donde ejerce como portavoz en la Comisión de Cultura. Vive entre Madrid y Barcelona, y La historia de los vertebrados es su primer libro.