Crónica D’A 2021
Cuando el año pasado estalló la pandemia que dinamitó todo el calendario cultural de eventos de prácticamente todo el mundo, nos supo a gloria la agilidad del Festival D’A para adaptarse a un formato remoto y dar a su cada vez mayor número de fieles una buena ración de cine. Este año, con las lecciones aprendidas y un entorno más preparado para proyectar respetando las medidas sanitarias, el D’A ha regresado con una versión híbrida a base de sesiones presenciales y una generosa programación online para poder contentar a todo el mundo. La edición de este año no será solamente recordada por su bicefalia y la presencia de las mascarillas en los rostros de los asistentes, sino también por tener una de las programaciones más contundentes de los últimos años, que buena parte de ella quedó cristalizada en el palmarés. La relectura austera de la vida de Karen Blixen que realiza María Pérez Sanz se llevó el premio Un Impulso Colectivo, mientras que Ovella, el film colectivo de Marc Puig Biel, Júlia Marcos Lázaro, Daria Molteni y Sergi Rubio González surgido de la ESCAC, consiguió la mención. El pemio Talents fue para la rumana Poppy Fields de Eugen Jebeleanu, y la mención para la locura italiana de Queridos vecinos de Damiano y Fabio D'Innocenzo. Entretanto, el premio de la Crítica recaía en Seize printemps de Suzanne Lindon. La gloria fue para ellas, pero el mayor triunfo es que hayamos podido ser testigos una vez más de este magnífico escaparate fílmico.
Pasiones galas
Seize printemps, el coming-of-age dirigido, escrito y protagonizado por una hija de la generación Z (y de Vincent Lindon y Sandrine Kiberlain) como Suzanne Lindon, sedujo a la crítica del mismo modo que ese hombre de delante del teatro: por su sencillez y posado interesante que nos despierta curiosidad. Con claras influencias de Philippe Garrel en su conjunto, Lindon supera el reto de la ópera prima por, precisamente, no pasarse de lista ni de pedante, así como introducir el elemento de la danza que impregna frescura y da lugar a los mejores momentos. Dicho esto, la simplicidad a veces es un arma de doble filo y en Seize printemps deja la sensación de ofrecer menos de lo que tiene su potencial, llegando a un fin demasiado abrupto para una historia a la que alguna capa más de pintura habría engrandecido.
Más carnal es la relación de los protagonistas de Passion Simple, adaptación de la novela homónima de Annie Ernaux a cargo de Danielle Arbid. Una crónica mediada a través del romance entre una francesa y un ruso que aborda la toxicidad y los estragos de la masculinidad tóxica cerniéndose sobre la mujer. Arbid no plasma nada que no se haya visto anteriormente, pero consigue revalorizar su apuesta gracias a una puesta en escena con pocos tapujos en los que se acerca a la fisicidad de los cuerpos y, por ende, a la intimidad de los amantes, con lo cual poder llegar a comprender ese estado irracional desatado que puede suscitar alguien. Passion Simple es irregular, pero menos obvia de lo que puede parecer en una primera impresión gracias a su falta de actitud moralizadora y a no responder a todo. Pero tal vez todo habría hecho aguas de no contar con una actriz como Laetitia Dosch, excelente en su labor a caballo de la sensualidad y la fragilidad.
Un choque de culturas con el amor como eje central es lo que propone la notable puesta de largo de Aleem Khan After love, sobre el descubrimiento de la segunda familia de su difunto marido en Calais por parte de una vidua musulmana inglesa. Una lectura de la multiculturalidad europea en tiempos de auges extremistas que Khan captura en una historia llena de sensibilidad y poquita sensiblería, con una poderosa Joanna Scanlan al frente. Mención especial merece ese plano final, abriendo posibilidades al uso de los drones más allá de las secuencias de acción.
Dilemas LGTBI+
Mientras que After love hace un guiño a la tolerancia entre culturas, otros cineastas han filmado cantos contra la LGTBI+fobia justo cuando aún en la Unión Europea se producen ataques contra la comunidad. Un gran ejemplo de esta problemática candente se encuentra en Poppy Fields, debut de Eugen Jebeleanu recompensado con el premio Talents. Jebeleanu pone el dedo en la llaga en un país conservador como Rumanía y narra el tabú de la homosexualidad en el cuerpo de policía. Lo que empieza como un film de Andrew Haigh en un piso se convierte en una trama policial en un cine donde se asalta la proyección de una película queer, en la cual la policía mediará y los dilemas de nuestro protagonista tomarán el mando. Poppy Fields es un ejercicio autoral de temporalidad reposada pero no exenta de tensión -en algunos planos pueden venir a la memoria los Antidisturbios de Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen-, confesamente militante que logra un equilibrio potente entre denuncia y habilidad narrativa.
En otro orden, Marie-Christine Mention-Schaar expone en su nueva película, A good man, la polémica de la maternidad en personas transgénero. Una premisa interesante que resulta en un film menos profundo de lo que cabía esperar, redundante y, sobre todo, conflictivo. Porque hacer una defensa de la comunidad trans y elegir para el papel protagonista a una mujer cis disfrazada con barba resulta, como poco, irónico, y más teniendo un emergente plantel de actrices transgénero que requieren visibilidad. Una lástima que el buen trabajo de Noémie Merlant –una de las mejores actrices francesas surgidas en la última década- se vea opacado por ello. Pero es un problema de base que Schaar debería haber resuelto desde el principio y que no hace más que reforzar el aura de impostura que acaba instalándose en el film. Una oportunidad perdida de hacer algo realmente memorable con un material de partida tan bueno.
El reinado del bien y del mal
El D’A no has dado la posibilidad de presenciar uno de los proyectos culturales más ambiciosos y enfermizos de los últimos tiempos: DAU. Conformada como una serie, película e instalación museística, entre otros, DAU se sitúa en un instituto de investigación soviético secreto en los años 50, con la voluntad de revivir una sociedad sumida en un régimen de este estilo. DAU fue grabada a lo largo de varios años, con un plantel de actores no-profesionales y dejando mucho espacio a la improvisación, lo cual resulta sorprendente al ver el resultado en DAU. Natasha. Ilya Khrzhanovskiy y Jekaterina Oertel adaptan el libro de Kora Landau-Drobantseva sobre la regente de la cantina del centro, bebedora empedernida y romántica soñadora que conoce a un doctor extranjero visitante en el complejo. Una atmosfera gris, apagada y asfixiante retratada con un estilo que recuerda inevitable al del Lars Von Trier que encapsula en tiempos pretéritos como Nymphomaniac (2013) o Dogville (2003). Cuando hacemos referencia al danés también incluimos la suspensión en el tiempo y la explicitud a la hora de capturar el sexo o la violencia, elementos bien presentes en una comunidad autoritaria ultravigilada. DAU. Natasha no da respuestas a su contexto –para eso ya habrá otras piezas del universo-, pero sí que transmite en sus formas la carnalidad que da como consecuencia la vejación y la tortura, haciendo de ella una experiencia inolvidable que, eso sí, podría haberse sintetizado un tanto en su primera mitad.
En el reverso de la maldad de la propuesta rusa, encontramos el personaje principal de Nunca volverá a nevar (Malgorzata Szumowska, Michal Englert), un masajista venido del Este que alegrará y transformará las vidas de sus pacientes. La incidencia de este ser de luz en las existencias tristes ofrece un puñado de ideas visuales interesantes, reminiscentes a Pasolini o a ejemplos de realismo mágico próximos como Lazzaro feliz (Alice Rohrwacher, 2018), pero su acumulación llega a empalagar. Tampoco le favorece ese equilibrismo entre la comedia y el drama, donde la sátira funciona a medias y el melodrama termina ganando la partida. Nunca volverá a nevar es, en definitiva, una película con una base sólida cuya calibración inadecuada la dejan en un quiero y no puedo discreto.
Pero si hay una película polaca que no exprime todas sus posibles virtudes es Marygoround, primera cinta de Daria Woszek que es toda una reivindicación feminista contrapuesta a un patriarcado perversamente condicionante. Centrada en la madurez de la mujer, la película presenta un trasfondo fuerte que, sin embargo, es materializado en un par de breves ideas que se repiten sin llegar a conseguir un gran impacto. Si Woszek hubiera impregnado más agresividad y sofisticado más el relato –tanto como el atractivo look ochentero que luce el film-, seguramente estaríamos ante una de las más rotundas joyas de la muy estimable selección de este año.
Unidos en la vida y en la muerte
En el panorama nacional disfrutamos de Armugán, nueva película de Jo Sol con un marcado tono existencial. Ambientada en el Pirineo aragonés, resigue la leyenda de un hombre de montaña cuya tarea es la de ayudar a morir a las personas, en una pertinente defensa de la eutanasia ahora que vuelve a estar en el punto de mira. Mística y natural, Armugán seguramente haría las delicias de Dreyer o de Herzog, siendo un viaje placentero y exigente a la vez, en el que algo menos de redundancia en el paisaje aligeraría el peso de su alma.
En otro paradigma, Borja de la Vega presentó sus criaturas torturadas en Mía y Moi, pieza de cámara rural que pone a prueba la fraternidad de los hermanos del título, llevándola hasta las últimas consecuencias. El debutante imprime un clima de inestabilidad adecuado, una pátina de Polanski con la estética del indie español de la última década, pero de la Vega comete el error de distraerse demasiado en su primera hora, alargando la cinta más allá de lo que debería. Esto la aboca a la irregularidad y a un desarrollo de acciones poco orgánico. Previsible en varios momentos, tentadora en otros, Mía y Moi es una prometedora carta de presentación con claroscuros, que Ricardo Gómez y Bruna Cusí logran pulir gracias a su compromiso.
Como ha quedado demostrado en esta cobertura, una variedad de temas, referencias y puestas en escenas que confluyen en un espacio acogedor tanto para veteranos como noveles. Para el año que viene, solo nos queda esperar que las varias sedes del D’A puedan volver a llenarse al 100% y celebrar el grandísimo estado del séptimo arte, invencible ante cualquier pandemia.