Crónica del Festival D’A 2023: Un año radiante
Se venía de uno de los mejores años del cine español de la historia, con triunfos en festivales, una generosa cosecha de películas bien valoradas por crítica y público que representaban todo tipo de géneros y estilos, y una recaudación en taquilla más que digna con la que empezar a salir del tremendo bache de la pandemia.
Y el D’A ha dado continuidad a ese mantra otorgando su premio principal, el premi Talents, a la cinta catalana Un sol radiant, dirigida colectivamente por Mònica Cambra, Ariadna Fortuny, Clàudia Garcia de Dios, Lucía Herrera i Mònica Tort.
En la película, concebida como un trabajo de final de grado de la Universitat Pompeu Fabra, una cantera ya imprescindible de nuevas voces, el mismo Festival D’A jugó un papel esencial en su desarrollo al acogerla en su Film Lab de 2022, donde se hizo con el premio, quedando todo en casa y prolongando el idilio con las jóvenes cineastas, en un ejercicio de coherencia y continuidad.
Un sol radiantes, en palabras del jurado, “un imaginativo relato de comingofage, sencillo y poético, que expresa la crisis de futuro de la juventud contemporánea”, construido en clave de ciencia ficción humanista al estilo de Melancolía (Lars vonTrier, 2011).
El jurado de la crítica, acertadamente, reconoció como mejor película a la rumana Metronom, de Alexandru Belc, sobre una joven que asiste a una fiesta en plena dictadura de Ceaucescu.
No es para nada sorprendente el apoyo del D’A al cine español, ya que siempre ha hecho bandera de ello desde la sección Un Impulso Colectivo, que se dedica exclusivamente a mostrar una selección de óperas primas y películas independientes patrias con el afán de darles el espacio que merecen entre tanta oferta. Este año los premios –Un Impulso Colectivo y Open ECAM- han recaído en dos mediometrajes:
La mecánica de los fluidos, de Gala Hernández López, que indaga en lo que hay detrás de la muerte de un incelque colgó la nota de suicidio en la plataforma Reddit, y Sóc vertical peròm’agradaria ser horitzontal, el insólito encuentro entre la poeta Sylvia Plath y Belén Esteban en Benidorm, dirigido por María Antón Cabot.
En el apartado de cortometrajes, primera edición en la que se entrega un galardón oficial, el afortunado ha sido Mario Sanz por Diez minutos para medianoche, su segundo trabajo, en el que retrata al actor y músico Pascal Kunze preparando y realizando una performance.
Finalmente, la soberanía del público marcó un hito el festival con Trenque Lauquen de Laura Citarella, recompensándola con su premio con una aplastante puntuación de 9,26 sobre 10.
Dos mujeres marcaron fuertemente el transcurso del festival. Por un lado, Joanna Hogg, habitual de la programación, fue la protagonista de la retrospectiva de este año, un paseo por una filmografía muy personal donde tuvo espacio la proyección de su trabajo más reciente, La hija eterna.
En ella, la londinense vuelve a asociarse con una excelente Tilda Swinton en un doble papel para contar una historia autobiográfica de tintes góticos ambientada en un hotel en la campiña inglesa donde vienen a descansar una madre y su hija.
Pese a que su trama es mínima y cierta revelación se ve venir, Hogg crea una lograda atmosfera misteriosa que atrapa al espectador en su temporalidad pausada y le lleva por las paredes de ese hotel con la ligereza de un fantasma.
Por otro, Céline Sciamma, que acudió al CCCB de Barcelona para recoger a manos de Carla Simón el primer Premio D’A, de carácter honorífico. A pesar de no programarse ninguna de sus películas, Sciamma aprovechó para ofrecer una masterclass donde desgranó anécdotas de su trayectoria, defendió las nuevas herramientas tecnológicas para rodar y manifestó su descontento con los procedimientos de la industria en un tono amable y constructivo.
De hecho, la retroalimentación entre Francia y España fue circular desde la inauguración, con las risas perspicaces de la gala Crónica de un amor efímero de Emmanuel Mouret, hasta la clausura con la sobrecogedora 20.000 especies de abejas, que fue presentada por su directora Estibaliz Urresola Solaguren y la niña Sofía Otero, flamante ganadora del premio a la mejor interpretación en el último Festival de Berlín.
Las distintas formas del cine queer
Entre las distintas formas de representación del colectivo LGTBIQ+, Georgia Oakley optó por un estilo más narrativo en Blue Jean, un destacable debut ambientado en el Reino Unido de 1988 y la política hostil de Margaret Thatcher protagonizado por una maestra de instituto lesbiana que teme ser delatada por una estudiante a causa de su orientación.
Resulta muy atractiva la relación intranquila que plantea entre profesora y alumna, en un momento de crecimiento en medio de un clima homófobo, deviniendo un melodrama de aires loachianos para nada efectista, que cuenta con una muy convincente y enérgica Rosy McEwen en su primer protagónico.
Un fiel del festival como Andrea Pallaoro presentó Monica, su tercer largometraje que aborda la transexualidad a partir del reencuentro entre una mujer, interpretada por la actriz Trace Lysette, y su madre enferma de demencia (una infalible Patricia Clarkson).
En un formato cuadrado que enclaustra a un personaje principal oprimido a lo largo de su vida que ahora busca erigirse como ser libre en su entorno familiar, el italiano ofrece un ángulo distinto al no focalizarse exclusivamente en la condición de la Monica del título.
Narcótica y con el ritmo pausado que realza el trasfondo psicológico silenciosamente, el conjunto no termina de fluir en uno, siendo un resultado más endeble que Hannah (2017).
Theo Montoya debuta presentando un entorno de amigos fallecidos en Anhell69, una mezcla entre documental y ficción que plasma la escena queer de Medellín y la preproducción de una película no realizada.
De atmosfera fantasmal, vida y muerte se entrecruzan en esta potente propuesta con fuertes reminiscencias a Magaluf Ghost Town (Miguel Ángel Blanca, 2021) al hablar de los habitantes de un espacio concreto con una amenazadora ambigüedad para saber qué hay de cierto o no en ello, escribiendo momentos de belleza partiendo del dolor y homenajeando al cine de una figura clave del cine colombiano como Victor Gaviria.
Más lúdica es Fuego fatuo, la fantasía musical de João Pedro Rodrigues rodada casi como si de un Wes Anderson low cost, sucio y explícito se tratara, la cual ha sido uno de los títulos más gratos de la edición. El portugués canta a la ecología -tomando mucha relevancia en estos años de devastadores incendios en el país luso-, a través de una búsqueda de la identidad personal de un heredero al trono que desea ser bombero.
La crisis de personalidad se traslada al nivel nacional estableciendo una contraposición entre monarquía y república algo subdesarrollada, pero llamativa.
Teatralizada, por momentos absurdos, siempre divertida y muy pictórica en sus imágenes, Rodrigues sintetiza en una hora un breve compendio de la música portuguesa -desde el fado de Amália Rodrigues hasta el pop de cantautor de Carlos Paião y Joel Branco-, en un film único que enamorará a unos y horrorizará a otros, marcando otra pista en el universo de un cineasta con sello propio.
Atemporal crecimiento
El D’A también ha sido un escaparate de coming-of-age variopintos enmarcados en distintos emplazamientos y períodos, convergiendo en muchos aspectos temáticos, pero a la vez abrazando otros asuntos significativos.
También de Portugal llegó Naçao Valente, film mestizo entre el bélico y el terror sobrenatural de zombies que ofrece una interpretación del mito de la caverna en la Angola colonial de 1974.
Con tintes de Joseph Conrad, el director Carlos Conceição denuncia las maldades del imperialismo occidental sin caer en el panfleto, cristalizando en una obra que parte de un prólogo embriagador, da tumbos en su parte central y remonta con la introducción de un personaje femenino crucial.
En la selva colombiana se ubica La jauría, primer film de Andrés Ramírez Pulido, que narra la cruda historia de chicos recluidos en un centro de reeducación para menores, donde reina el abuso.
Aunando el realismo con el lirismo con Apichatpong Weerasethakul en el horizonte, se pretende liberar a su protagonista de un pasado que le sigue persiguiendo en una cinta densa y algo exasperante que recuerda a la compatriota Monos (Alejandro Landes, 2019) en una versión más lánguida.
Los parajes suizos de 1900 albergan Foudre, el despertar sexual de una joven monja, interpretada por una hipnótica y fotogénica Lilith Grasmug -que evoca a una primeriza Florence Pugh- cuya hermana acaba de suicidarse.
La primera película en solitario de Carmen Jacquier habla de la represión de la religión y las normas sociales frente a los impulsos de la naturaleza y la desinhibición del cuerpo femenino, que no deja de ser una obra de Dios, y de cómo ello puede marcar la autoestima y culpabilidad de uno.
Jacquier filma la intimidad entre la naturaleza como una Jane Campion alpina en una de las películas más solemnes y visualmente bellas del año.
En los parámetros del indie americano opera Stay awake, dramedia de Jamie Sisley sobre un adolescente que debe decidir, para seguir su futuro, si despegarse o no de un ambiente familiar empañado por una madre adicta a los opioides.
Ampliando su cortometraje homónimo de 2015, el film de Sisley emplea la fórmula contrastada de risas y lágrimas a partes iguales, usando la adicción como motor de la acción. Aun teniendo sus momentos cuquis, se ve tan fácilmente como se difumina en la memoria al ser demasiado prototípica de su canon.
Por su parte, Les pires se ha erigido como una de las mejores películas del festival por el setting tan original que presentan Lise Akoka y Romane Gueret en su ópera prima.
Aprovechando el cine de actores naturales, tan en alza actualmente tras su época dorada máximamente representada por el realismo italiano, Les pires se sitúa en un rodaje en una barriada de Boulogne-Sur-Mer, al norte de Francia, protagonizado por un grupo de jóvenes del lugar seleccionados en un casting.
En un ejercicio metacinematográfico -la mayoría de los intérpretes de Les pires debutan aquí-, la película supone un juego de espejos donde las problemáticas diegéticas reverberan en la realidad, siendo un exponente también de la práctica fílmica y sus a veces engorrosas prácticas.
Bien equilibrada de tonos entre el drama y la comedia y magníficamente interpretada, Les pires es preciosa, refrescante y aguda en su sencillez, además de ofrecer una de las mejores declaraciones de amor recientes pronunciadas por la luminosa Mallory Wanecques, de arrolladora expresividad.
Saltando de los actores ocasionales a los vocacionales, los años de formación de Valeria Bruni-Tedeschi en la escuela de teatro Les Amandiers de Nanterre, dirigida por Patrice Chéreau y Pierre Romans, centran su semiautobiográfica La gran juventud. En el contexto cultural cambiante de los años 80, un grupo de artistas aprendices preparan una obra mientras conocen los elementos estrellas de esa “juventud” del título como son el amor, el declive por el consumo de sustancias, las amenazas del mundo adulto o el trasfondo de la idealizada farándula. Desbordante, desigual, a veces excesiva y errática a la hora de manejar la trama y el tono, por momentos patosa y barata, hay una innegable intensidad en lo que Bruni-Tedeschi quiere contar y es capaz de brindar unos cuantos momentos inspirados, especialmente en los que conciernen a una poderosa Nadia Tereszkiewicz, Micha Lescot y Louis Garrel. Algo estereotipada y superficial en la estampa del universo del actor, la contagiosa nostalgia que impregna la forma y el fondo hacen de ella una película tan imperfecta como estimable.
Los maestros de música
Ha habido aproximaciones heterogéneas al biopic de compositores de música clásica. Kirill Serebrennikov, que ya había incurrido en la vida del rockero ruso VíktorTsoi en Leto (2018), cuenta a Piotr Tchaikovski desde la perspectiva de su fugaz mujer, Antonina Miliukova (entregada Alyona Mikhailova), en el poco enigmático título La mujer de Tchaikovski, basada en cartas y entrevistas dadas por el mismo compositor.
La asunción del rechazo y el amor obsesivo de Antonina por el genio musical la llevan a una debacle mental con la cual Serebrennikov se permite coquetear con lo onírico, esculpiendo una película absorbente a base de planos secuencia y una plasticidad que da gusto de ver y escuchar.
Una aportación singular, un tanto prolongada, que se desmarca de La pasión de vivir (Ken Russell, 1970), de una frialdad y elegancia virtuosas.
Todos los aciertos de la película de Serebrennikov no encuentran réplica en Il Boemo, plomiza biografía del olvidado maestro Josef Mysliveček, a manos del checo PetrVaclav.
En la lucha por hacerse un hueco en la escena operística veneciana del siglo XVIII, Mysliveček ejerce como libertino entre las mujeres de alta cuna para ganar influencia, remitiendo a películas de ascenso social como Amadeus (Milos Forman, 1984) o Las ilusiones perdidas (Xavier Giannoli, 2021) y abrazando todas las convenciones de su género.
Pero a diferencia de estos mencionados ejemplos, Vaclav opta por una convención desapasionada que genera un film narrativamente mal articulado y que pone su ampulosidad al servicio de un contenido estéril.
Como La mujer de Tchaikovski, es fría en su puesta en escena, pero si bien en Serebrennikov ésta rema a favor de su historia y sumerge al espectador en ella, aquí solamente se establece una distancia que impide la involucración del público en sus largas 2 horas y 20 minutos.
Un sitio y un tiempo
Algunas películas han sido muy deudoras de las particularidades del país en que se han instalado y del tiempo en el que transcurren.
Teona Strugar Mitevska, que ya caló el carácter retrógrado de los pueblos de Macedonia del Norte en Dios es mujer y se llama Petrunya (2019), revive los traumas de la guerra de Bosnia en The happiest man in the world, en un inusitado espacio como es una sesión de citas rápidas en un hotel de Sarajevo en la actualidad.
Apoyada en esta curiosa premisa, el film de Mitevska aborda la posibilidad de perdón mediante la catarsis de un modo inmersivo satisfactorio que se permite concesiones al humor que no disienten de la gravedad de su tema, en una muestra de punzante cine europeo humanista.
En el formato de un día en el campo recolectando higos inscribe Erige Sehire su ópera prima, Entre las higueras, film coral que captura las inquietudes y sentimientos de este grupo intergeneracional de jornaleros compuesto por algunos hombres y muchas mujeres.
A partir de los pensamientos personales, Sehiri desentraña parte de las realidades del pueblo tunecino, en el cual la necesidad de emancipación de la mujer es un deseo cada vez más compartido entre sus habitantes.
Bebiendo de Jean Renoir y Abbas Kiarostami, Sehire fija una mirada naturalista, acentuada por un reparto no profesional, que abre la ventana a una sociedad diferente a nuestros parámetros que, no obstante, también persigue la liberación. Agradable y edificante, no suma nada nuevo a lo que ya han expuesto otras cineastas como Nadine Labaki o MouniaAkl.
La máxima de “no es país para viejos” se asume en el abordamiento del envejecimiento de la población japonesa en Plan 75, largometraje de debut en solitario de Chie Hayakawa.
Con un planteamiento distópico muy atractivo en el que, a causa de una superpoblación insostenible para la economía y los recursos del país, el gobierno ofrece el suicidio asistido voluntario a los mayores de 75 años a cambio de una suma de dinero con la que darse un último gusto antes de morir, la película apuesta por un estilo sobrio que explora la eutanasia y la falta de empatía creciente sintomática en tiempos de digitalización, individualismo y pragmatismo productivo, cobrando más significado tras la pandemia de COVID-19 en la que, durante los puntos más desbocados, se abogó por un protocolo que priorizaba los jóvenes a los ancianos.
Constituida a base de tres historias, desigualmente desarrolladas, la propuesta de Hayakawa invita a la reflexión, pero pierde el foco y no saca partido a todo su potencial, quedándose en una cierta planicie suscitadora de tedio.
Decepciones de grandes nombres
Paul Schrader cierra con El maestro jardinero esa disimulada trilogía de hombres maduros en crisis que se enfrentan a su pasado en un presente revulsivo, normalmente motivados por una figura femenina incitadora de ese destape personal, que forma junto a El reverendo (2017) y El contador de cartas (2021).
La que nos ocupa es la más mínima de las tres, reuniendo los temas y elementos característicos de Schrader (hombres duros, la violencia, el comentario político fundamentado en el odio social) y los reutiliza de un modo tambaleante y ortopédico.
El interés avivado no recibe una respuesta a la altura, siendo un jardín descuidado y tibio en comparación con otras piezas de su filmografía más sólidas, proporcionando alguna escena bochornosa como ese viaje en coche bajo los efectos de las drogas. Eso sí, acaba legando un mensaje de esperanza que culmina en un plano final sumamente hermoso.
Las incoherencias que puedan existir en la película de Schrader no son nada al lado de Stars at noon, un paso en falso de Claire Denis materializado en un drama romántico de una americana atrapada en Nicaragua que conoce a un enigmático ejecutivo inglés que no es trigo limpio.
Adaptando a un presente pandémico la novela homónima de Denis Johnson escrita en los 80, Denis se aferra a ingredientes de su sello como es el estudio de los cuerpos o la visión del neocolonialismo (en este caso en América Latina), pero los descafeína por completo en un desmañado relato aquejado de múltiples debilidades. El romance no es creíble y la intriga diplomática es nimia por un enfoque disperso, progresión desnortada y risibles diálogos.
Los huecos en la narración que suele aplicar la francesa aquí son notoriamente palpables y matan el conjunto, ya que la falta de contexto político-social y definición psicológica de sus personajes insufribles son notorias.
La falta de química entre una irregular Margaret Qualley, que puede deslumbrar en una escena y desagradar en la siguiente, y un sosísimo Joe Alwyn por el que, ateniéndonos a la interpretación de ese “seductor” gentleman, uno no pasaría de un arrumaco, no hacen más que acentuar los defectos de ejecución de un film desconcertantemente editado y profundamente fallido.
La disparidad española
Aparte de las previamente mencionadas, dentro del amplio abanico de cine español proyectado no pasó desapercibida la nueva bizarrada del dueto Burnin’ Percebes tras La reina de los lagartos (2019).
Bajo el argumento de un amigo que cae de un edificio y se rompe en mil pedazos, se inicia una investigación capitaneada por Brays Efe en El fantástico caso del Golem, por la que pasan algunos rostros conocidos de nuestro cine, destacando especialmente la participación de Anna Castillo. Confeccionada con un presupuesto mayor que en sus inicios plenamente underground, la intención principal de Burnin’ Percebes es divertir al espectador desde la locura a base de una batería de gags y mucho humor absurdo, pero lo suficientemente atemperado como para hilar con un mínimo de congruencia una trama que viene del sinsentido.
La gracia y el ingenio están, pero la propuesta no da para sostenerse a largo de hora y media, entregando más de una escena prescindible en su cómputo total.
Sin embargo, es admirable el riesgo que asume al practicar un cine concebido desde los márgenes que intenta infiltrarse en la industria y revolverla desde dentro, saltando al vacío y regalando un film que mira de ofrecer algo nuevo alejando a las pretensiones de su órbita.
No choca para nada el buen recibimiento de Upon Entry (La llegada) que, en tiempos de movilidad internacional propulsada por la globalización, acierta en la elección de su escenario dramático: el control de inmigración en un aeropuerto de Estados Unidos.
Unos verosímiles, atinados y vulnerables Bruna Cusí y Alberto Ammán encarnan a una pareja (ella catalana, él venezolano) retenida en el registro en, tal y como se mencionó en su presentación en el festival, una “película trampa”, cuyos giros van moldeándola y jugando con las expectativas.
Exponiendo el trato deshumanizado, la rutina automatizada de sus oficiales, y el racismo inherente a cualquier evaluación de este tipo, los venezolanos Juan Sebastián Vasquez y Alejandro Rojas firman una cinta claustrofóbica, desasosegante, cargada de tensión, inteligentemente escrita y precisa en unos 74 minutos de duración de agradecer.
Los próximos meses dirán si estamos ante otro grandísimo año de cine hispano como el previo, pero estos títulos no hacen más que cimentar las bases para ello. De lo que no cabe duda es de que el D’A ha seguido trayendo lo más destacable y esperable del panorama festivalero reciente, así como hallando esas gemas de autores nuevos que merecen ser visibilizadas, en una edición trascendente que ha crecido en novedades y supera la recuperación postpandemia a alto rendimiento. El 13 no ha sido una cifra desafortunada.