Artículo escrito por Laura Ayet y Aleix Sales.
En los últimos años Hollywood, pese al innegable conservadurismo que sigue vinculado a su industria, ha clamado en voz alta consignas a favor de causas con fines relacionados con la justicia e igualdad social. Si bien hace poco se hizo un gran eco a favor de una mayor representación de los profesionales de color en el seno de la Academia y en las nominaciones con el “Oscars so White”, este año se ha producido una eclosión que ha traspasado fronteras y colectivos a raíz de los abusos sexuales generalizados durante décadas a mujeres y hombres. Las campañas “#Me Too” y “#Time’s up” han servido para dignificar la figura de la mujer. Y esa dignificación pasa, además de unos mínimos de respeto y tolerancia, por conseguir una mayor presencia de mujeres en la industria, la cual debería ser traducible también en las nominaciones. Con esto, las mujeres supusieron el foco de atención de las reivindicaciones de una gala en que Jimmy Kimmel, más bañado en blancura que en acidez, bailó poco con la polémica y se entregó más a un espectáculo evasivo y lúdico, a una celebración de las películas y del acto de ir al cine. Algo más de mala leche contra los agresores habría elevado una gala que transcurrió fluidamente, pero sin golpes memorables, ya fuera por el poco riesgo de la propuesta o por ejecuciones insuficientes (la visita al cine fue un tanto errática y daba para más).
Se predecía que la feminidad iba a triunfar, ya que La forma del agua y Tres anuncios a las fueras eran las claras favoritas a llevarse el gato al agua, ateniendo a los precedentes. Al final, Guillermo Del Toro venció el pulso a Martin McDonagh en una victoria que, también, tiene correlación con el otro frente combativo de la gala: la política antiinmigración de Donald Trump, vigente desde su inesperada victoria hace poco más de una año. Desde que Alfonso Cuarón devino el primer mexicano en ganar el Oscar a mejor dirección con Gravity en 2013 y Alejandro González Iñárritu hizo dupla de éxitos con Birdman y El renacido los dos siguientes años, los Oscar han tenido el aroma a quesadilla bien presente, pero la victoria de Del Toro en este contexto aporta un nuevo sentido de denuncia más explícita –si además a ello se suma el pleno que hizo la película de animación Coco, un canto a la cultura mexicana-. Desde su discurso de agradecimiento, Del Toro apeló a la inclusión en el cine, apostando por una desaparición de fronteras en la que todo el mundo tenga las mismas oportunidades, venga de donde venga.
Del Toro predicó respeto, tolerancia y amor, precisamente, lo mismo que propone La forma del agua, la mayor alegría de su carrera desde que ganara el León de Oro en el Festival de Venecia. En coherencia con el carácter feminista y normalizador de este año en las nominaciones, la película elogia a la mujer como un ser valiente y libre abanderado del amor, canalizado a través del romance entre una sordomuda y un anfibio en el contexto de la Guerra Fría. Valores universales plasmados a través de la matiz fantástico sello de un autor como Del Toro, que le valió justamente el premio a mejor director, compitiendo contra pesos pesados que aún merecen un ajuste cuentas en con la Academia como son Paul Thomas Anderson o Christopher Nolan. El triunfo en película, además de las connotaciones relacionadas con el presente de la mujer y de los colectivos discriminados, también obedece a los ecos clásicos y cinéfilos que se incluyen el film –muy del gusto de la academia-, y de la accesibilidad de la película, más propicia a generar consenso que otras candidatas. A su palmarés cabe sumar el segundo Oscar de Alexandre Desplat, con una partitura llena de su delicada huella musical –capaz de derrotar a una Hans Zimmer que lleva más de dos décadas esperando revalidar título o dos veteranos que aún tienen que estrenarse como Jonny Greenwood o Carter Burwell-; y el premio para un diseño de producción clásico pero a la vez imaginativo, en un perfecto punto medio entre los nominados de la categoría que, además, capta perfectamente el espíritu del film.
Pese a ocupar un lugar relevante en el palmarés con dos premios de peso como son los interpretativos, Tres anuncios en las afueras ha acabado su carrera perdiendo fuelle, atorgando el segundo Oscar a la mejor actriz para una Frances McDormand contundente despuntando entre unas compañeras sólidas y que llevó a cabo el clamor más unánime de la gala; y el primero para un Sam Rockwell que recibe, al fin, un reconocimiento a años de fogueo en papeles arriesgados en producciones de menor visibilidad. Lo único que nos duele es que se generara un dilema digno de La decisión de Sophie entre él y un noble Willem Dafoe que esperemos que no tenga que esperar otros 17 años para volver a optar. Hemos mencionado que el film de McDonagh ha perdido la partida ante la carta de amor de Del Toro, hecho que puede obedecer a las pocas simpatías que despierta el director en Hollywood, según el vox populi. No ganar mejor película entraba entre las coordenadas, debido al ajustado tête à tête entre el inglés y el mexicano, y resultó previsible desde que el alegato feminista protagonizado por la madre coraje de McDormand perdió, en la gran sorpresa de la noche, el premio a mejor guión original, que fue a parar en las manos de Jordan Peele por Déjame salir.
La precisión del guión de McDonagh era, tal vez, la mejor de las opciones, pero la ácida y sólida victoria de la historia de Peele supone un soplo de aire fresco para el cine de su género dentro de la Academia. Además, es una grata manera de reconocer un gran híbrido de géneros cinematográficos, que trata a partes iguales el sentido del entretenimiento con la crítica social. Contraponiéndonos a la revelación de Jordan Peele, el veterano James Ivory –uno de los más ilustres realizadores de romances de época- recogió por la puerta grande su estatuilla por el guión de Call me by your name, convirtiéndose en el premiado de mayor edad de la historia de los Oscar. Una incontestable victoria para un trabajo lleno de sutileza, sensibilidad y buen gusto, y una estupenda manera para evitar que la maravillosa película de Luca Guadagnino se fuera de vacío. Un triunfo holgado en una categoría en que solamente la desvergonzada y divertidísima The disaster artist le podía hacer algo de sombra.
La de Ivory no era la única deuda pendiente que tenían los premios ese año. Gary Oldman, un intérprete que de sobras ha probado su carácter camaleónico, por fin recogió sus frutos en su segunda nominación por encarnar a Winston Churchill en la excesivamente académica El instante más oscuro (Joe Wright) en su segunda nominación tras El topo (Thomas Alfredson, 2011), con la que consiguió quitarse la etiqueta de “el mejor actor vivo jamás nominado al Oscar”. Su victoria estaba sellada desde hace tiempo, y más tras unas nominaciones en las que tenía allanado el camino gracias al múltiple reconocimiento previo de sus rivales (Day-Lewis y Washington) o a su juventud (Chalamet, Kaluuya). No obstante, esto no implica que no haga otra gran mímesis, con un gran juego vocal y gestual, justificando su premio. Mímesis apoyada en una gran labor de maquillaje que fue lógicamente reconocida en su campo. Otro que puso en pie a la platea tras años de larga espera fue Roger Deakins y su impresionante trabajo de fotografía en Bladerunner 2049 (Denis Villeneuve). Deudor de su antecesor, pero con su inpronta saturada y fría, Deakins pudo tener su ajuste de cuentas con una obra a la altura de sus mejores creaciones. La secuela del film de Ridley Scott también se hizo con el premio a mejores efectos visuales, con dignidad absoluta.
Aunque se tratara de su primera nominación, una guerrera de los secundarios como Allison Janney pudo dar, por fin, un golpe en la mesa con un personaje caramelo como el Harding en Yo, Tonya (Craig Gillespie). Merecidísimo (y previsible) reconocimiento
a una intérprete que, desde sus “small parts” siempre es capaz de dimensionar sus roles. Un premio nada objetable que, por igual, también habría sido delicioso verlo recoger a otras deliciosas interpretaciones como la de Laurie Metcalf en Lady Bird (Greta Gerwig) o Lesley Manville en El hilo invisible. Esta última tuvo el honor de ayudar a engrandar la poca proliferación del cine de Paul Thomas Anderson en los premios (de las 25 nominaciones conseguidas por sus películas, solo ha ganado 3 de ellas), llevándose incontestablemente el premio a mejor vestuario a manos de Mark Bridges quien, además, se llevó una moto acuática por haber hecho el discurso más corto de la noche, en otro gag blanco made in Jimmy Kimmel.
Tras La forma del agua, Dunkerque (Christopher Nolan) fue la cinta que anotó más tantos (3), todos ellos en categorías técnicas: mejor montaje, mejor sonido y mejores efectos sonidos. Categorias en las que su mayor rival era Baby driver (Edgar Wright). Artesanía técnica marca de la casa Nolan que han servido para premiar a la experiencia cinematográfica más inmersiva del año, en la que el envolvente y avasallador sonido y juego temporal tenso a tres bandas contribuyen decisivamente.
Como hemos señalado, Coco (Lee Unkrich, Adrián Molina) hizo doblete en mejor película de animación y mejor canción. En animación era la propuesta más sólida de las cinco –por guión y calidad técnica-, seguida de cerca por The Breadwinner (Nora Tworney), que presumiblemente fue la menos vista de las cinco. Loving Vincent (Dorota Kobiela, Hugh Welchman), de poseer una historia más seductora y sensible, podría haberse llevado el gato al agua, ya que visualmente nos encontramos ante la película más innovadora y estimulante. Pero, por coherencia, firmeza y ejemplar conjugación de la diversión y la emoción, Pixar recibió su ya noveno Oscar en la categoría. Y también pispó el premio a la mejor canción por “Remember Me”, el tema con más peso en su película de todas las nominadas, compuesto por los artífices de la inmortal “Let it go” de Robert Lopez y Kristen Anderson-Lopez. Una muy buena ganadora que tan solo vemos superada por “Mystery of love” de Sufjan Stevens para Call me by your name, por su aura magnética y su sofisticada instrumentación. Kobe Bryant hizo historia convirtiéndose en el primer jugador de la NBA en recoger un Oscar, por su corto de animación Dear Basketball, basado en su sentida carta de despedida del baloncesto. Los cortos no dejaron de lado las personas discriminadas por su enfermedad y reconocieron el retrato documental de una artista con problemas mentales en Heaven is a traffic jam on the 405th (Frank Stiefel), y la historia de ficción de una niña sordomuda en The silent child (Chris Overton).
El documental sobre el dopaje en los atletas rusos, Icarus (Bryan Fogel), truncó las esperanzas de reconocer con un Oscar competitivo a la veteranísima Agnès Varda por su modernísima Caras y lugares, la cual habría, a su vez, chafado el record de edad de James Ivory.
Finalmente, Una mujer fantástica (Sebastián Lelio) hizo historia por partida doble. Por un lado, fue el motivo que trajo a la primera presentadora transexual a la gala de los Oscar. Por otro lado, inauguró el palmarés de Chile en la categoría de película de habla no inglesa. Un premio que ayuda a dar más visibilidad a la potenciada industria latinoamericana y que reivindica la feminidad y la libertad sexual en todas sus vertientes, a pesar de competir con propuestas más redondas como The Square (Ruben Östlund) o Sin amor (Andrey Zvyaginstev).
Paradójicamente, en la gala con mayor carga feminista de la historia, las grandes damnificadas fueron las dos películas con mayor presencia dirigidas por mujeres: Lady Bird, de Greta Gerwig, y Mudbound, de Dee Rees. Lo tenían crudo para romper los pronósticos y el milagro no ocurrió, pero al menos su no victoria las aleja de un paternalismo que habría resultado algo irritante. Más crudo, pero, lo tenía Steven Spielberg con las dos nominaciones de Los archivos del Pentágono, una causa perdida desde el día de unas nominaciones cuestionables. Al final se terminó conformando un palmarés muy digno con el que despedir la cosecha de 2017, en una gala correcta pero que no estuvo a la altura de las circunstancias políticas ni sociales en un año que, sin duda, ha cambiado el curso de Hollywood. Si se prosigue con esta tónica poco mordaz y crítica, es muy probable que los índices de audiencia sigan disminuyendo, y con razón, ya que un acto con tanto alcance mundial merece ser un altavoz más contundente contra la intolerancia y las desigualdades. Algo que, al menos, desde el cine de este año si que se ha cumplido, plasmándose desde una multitud de prismas, historias, géneros y sensibilidades, con el anhelo que dichas películas contribuyan a la normalización y la justicia de las minorías y las mayorías. Y de cualquier ser vivo.