viernes. 22.11.2024
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Ha sido un proceso largo debido a los múltiples obstáculos de la pandemia de COVID, pero al final Santi Trullenque ha logrado debutar en el largometraje de ficción con una historia de secretos de familia en una Andorra salvaje en tiempos de la II Guerra Mundial y la persecución nazi. Aunque, de por sí, tenía asumido que iba a haber dificultades, porque rodar en la naturaleza y en un paraje nevado implica riesgos que uno debe estar dispuesto a asumir. El director nos desgrana las claves de El fred que crema, que llega a las pantallas en la semana de los barbudos, una de las más frías del año. Una simpática y coherente casualidad para no desvincularse en ningún momento del frío que envuelve el entorno y sus personajes.

 

¿Cómo llegaste al material de El fred que crema?

Llegué a través d’Agustí Franch, el coguionista y autor de la obra de teatro (Fred) en la que se basa la película. Él, trabajando en Andorra empieza a interesarse por el tema de los “passadors” y encontró historias potentes, brutales, muy emocionantes. A partir de ahí desarrollo la obra de teatro y, pasado un tiempo, me preguntó si veía factible hacer una adaptación cinematográfica. Me pareció que la historia ofrecía elementos que me interesaban, como son la naturaleza del mal, el odio como pilar de una familia y que tiene una capacidad sanguínea de saltar de generación en generación. Esto nos permitía componer un drama visceral y trágico.

 

El contexto donde se enmarca la historia es II Guerra Mundial y posguerra, del cual se han realizado muchas películas. ¿Temías que la gente pudiera llegar a pensar que era una más? ¿Cuál es el valor añadido de El fred que crema en relación al corpus que hay?

No lo temía, porque siempre he pensado que los géneros existen para trascenderlos o revertirlos. No creo que haya un género de películas de la Guerra Civil, eso es un lugar común instalado en el imaginario, pero esto no tiene nada que ver con la película. El contexto histórico es un marco donde situar el drama, lo que me interesa es el drama familiar. Jamás te la promocionaré como una película de judíos y nazis. Dentro del género de las películas de la II Guerra Mundial, hay las de nazis y judíos, porque hay un nicho de gente que consume este tipo de historias. Para mí el contexto sirve de excusa para llegar a la familia de Sara, de Antoni y a ese secreto o tragedia escondido durante tantos años.

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¿Costó hacer la adaptación del medio teatral al cinematográfico?

Es un trabajo delicado. Yo soy partidario de que cualquier adaptación tiene que traicionar al material original, no creo que se tenga que ser fiel a una novela o una obra de teatro, porque continúo pensando que las obras deben pertenecer al director. Tiene que imponer su mirada, e incluso su carácter o personalidad, una cosa que me cuesta cada vez más ver en el cine. Por lo tanto, cuando adaptas un texto ajeno, tienes que tener claro que acabarás imponiendo unos temas según tus intereses. Hay la historia original, que tienes que respetar o representa la estructura, pero Agustí también sabía que el medio era diferente y que no podíamos caer en el pecado de hacer una película teatral. Teníamos que contar todo en otro contexto. Yo soy un director partidario de favorecer todo lo que se pueda contar de forma no verbal a la palabra, que esta última es lo que necesita el teatro. Estamos a las antípodas del teatro, porque el cine tiene que huir de la palabra. No fue difícil, pero tuvimos que tener cuidado con estas trampas que pudieran surgir.

 

Supongo que aquí entramos en el uso de los flashbacks que realiza la película. ¿Por qué los distribuisteis de esta manera?

Los flashbacks son la espina dorsal donde se deposita el drama del presente. Del mismo modo que la protagonista va descubriendo la verdad, el espectador la acompaña en este proceso de descubrimiento. Esta confesión que hace Serafí nos permitía medir y dosificar el ritmo de revelación. También soy una persona crítica con el uso del flashback, tienes que ser cuidadoso en su uso, porque a veces se emplea de forma banal y gratuita para transmitir información, cuando no sabes cómo ponerla en escena. Tienes que andar con cuidado para que quede bien y no quede como un añadido, impostado o artificioso. En este caso me gustaba que el flashback estuviera distribuido a lo largo de la película porque en realidad venimos del pasado y en el presente somos lo que somos partiendo de allí.

 

¿Con qué referentes has trabajado?

He trabajado tanto con cinematográficos como pictóricos, porque me gusta mucho la historia del arte y tener presente el peso de la pintura de la fotografía o la pintura a la hora de iluminar. Por ejemplo, me gustan mucho las composiciones frontales que remiten al Renacimiento o al Siglo de Oro neerlandés. De influencias importantes hay tres.

Wernez Herzog es muy importante, también en mi vida, sobre todo a la hora de pasearte y comportarte. Es una película “herzogiana” porque la naturaleza es omnipresente y omnisciente, forja el carácter de los personajes.

El fred que crema | Can Castellet

Esta influencia también se aprecia en la fotografía y el uso de la luz natural.

Exacto, también compartimos esta sensibilidad. Otra influencia importante es Michael Cimino. Michael Cimino es de mis directores favoritos porque hace una cosa increíble en El cazador (1978) o La puerta del cielo (1980). Esta última es un western, y yo siempre digo que El fred que crema es un western, porque es el género que nos permite contener otros géneros o incluir a la naturaleza a la misma altura que las personas. Cimino crea en sus películas una comunidad hecha a partir de intangibles, de un espíritu colectivo que no sabes muy qué es, pero que acaba pesando y traspasando la pantalla. El cazador no va de Vietnam, va de una boda, porque le dedica 55 minutos a esa secuencia, donde pasan momentos de todo tipo (cómicos y dramáticos), se establece un triángulo amoroso... No sabes para qué le dedica tanto tiempo, y hoy difícilmente se haría. Luego se van a la guerra y a rescatar a Christopher Walken. Cuando llega el tercer acto, el peso de esa secuencia cae encima como una losa y te aplasta vivo, porque ha creado un mundo intangible que te ha ligado a esos personajes. Estás destrozado por cómo te ha presentado la comunidad, también lo haría luego en La puerta del cielo. Esta idea de componer, que tanto los protagonistas y los extras tienen la misma importancia, llegando a creer que viven en la misma comunidad. Yo lo decía para El fred que crema, que las caras fueran de antes, de “pedra picada”, y que pudieran encajar en el paisaje. Eso fue muy influenciado por Cimino, un maestro a quien me encantaría acercarme, ni que sea con esta decisión humilde.

Otro director que me gusta mucho es Michael Mann. El final de la película me hace pensar en Thief (1981), por las decisiones parecidas que toman los personajes de ambas cintas, donde rompen con sus parejas para enfrentarse al antagonista. También hay otra cosa que me encanta de él como cineasta romántico (de los últimos que quedan). A nivel de luz, atmosferas o composición, El jinete pálido (Clint Eastwood, 1985) es una buena referencia, así como podríamos citar luego a John Ford o Howard Hawks.

 

Aludiendo a tu querido Werner Herzog, vivió algunos rodajes complicados. ¿Ha sido el caso de El fred que crema, dejando de lado el parón que tuvisteis por el inicio de la pandemia de COVID-19 en marzo de 2020?

Cuando haces una película donde el frío y la montaña es la protagonista, no puedes quedarte en casa. Tienes que salir a buscar el frío y empujar al equipo para que lo haga. Yo siempre le digo al equipo que esté preparado física y psicológicamente, porque es exigente. Si los personajes pasan frío, vamos a buscarlo, para que la sensación traspase la pantalla. Podríamos hacer un libro, un amigo me dijo que esto podría ser el Apocalypse now (Francis Ford Coppola, 1979) del cinema catalán. (ríe)

Han pasado muchas cosas. No es menor lo que pasó con el COVID, porque nos dejó trinchados. Empezamos a rodar el 9 de marzo de 2020 y a los 4 días abandonábamos Andorra corriendo, como si fuera una evasión. Dejamos todo intacto: los decorados, camiones cargados de material, vestuario... Todo quedó allí pensando que 15 días volvimos, pero tardamos 7 meses. Se nos cayeron los actores protagonistas, tuvimos que refinanciar la película, porque esto nos penalizó en cuanto a seguros, hoteles, etc. Debíamos empezar de cero, aunque eso nos permitió pulir cosas del guion. Luego está el rodaje en sí, que fue complicado porque tenías que encontrar nieve que fuera virgen. Cuando tienes que repetir la toma tienes que ir a por más nieve. Al rodar en alta montaña, la ventana de luz es muy estrecha, tienes poco tiempo para rodar porque el sol sale más tarde y se pone más temprano. Eso juntado a que es un film modesto, con un calendario apretado, con lo cual estábamos condenados a sufrir. Como decía Herzog: “La gente como nosotros hacemos películas para vivir una aventura o vivimos una aventura para hacer una película. Nunca sabemos qué estamos haciendo exactamente”.

¿Cómo conseguiste crear con los actores las dinámicas que tienen en la película?

Cuando veo cine catalán o español tengo a veces un conflicto porque noto una falta de armonía en el conjunto de un reparto, porque cada uno es de su madre o de su padre, hijos de una sensibilidad o escuela interpretativa concreta que hace que cada uno actúe en un canal emocional diferente. De esta película estoy muy contento en que el conjunto es armónico, uno ve verosimilitud en que los personajes pertenezcan a ese universo, pueblo o familia. Sobre todo, trabajando desde un estadio de contención, porque no me gustan los actores que gesticulan, hablan alto, etc. Siempre favorezco un gesto o mirada por delante de la palabra. Lo grabaremos de las dos formas, pero priorizaremos la mirada.

Aquí hay armonía con todos los actores, menos con el alemán, pero está en otro registro deliberado. A mí me gustan los actores exagerados o sobreactuados en el buen sentido, rozando a veces la parodia. Una cosa “kinskiana”. Yo no quería hacer un retrato fidedigno o documental de un oficial nazi, yo prefería usarlo como un arquetipo: el elemento externo, el desconocido que llega a una comunidad y precipita el drama. Es el lobo de la historia. Además, la película es el cuento de Caperucita Roja pero invertido, ya que la mujer toma una decisión y se hace cargo del tema. Es un riesgo que merece la pena tomar, porque por contraste el personaje aparece como otra cosa. Es un tipo excéntrico, enviado al culo del mundo probablemente por haber cometido un abuso y haber sido castigando, pudriéndose y paseándose altivamente con ese abrigo de pieles. Esto lo saqué de El gran silencio (Sergio Corbucci, 1968), donde aparece Klaus Kinski interpretando a un cazador de recompensas que lleva un abrigo similar. En definitiva, el trabajo por un lado bascula entre la contención, el rigor o la espiritualidad, porque me interesa que se sienta que los personajes piensan. Por el otro, esa cosa un poco más subida de tono, que por contraste creo que funciona.

 

Entrevistamos en exclusiva a Santi Trullenque, director de El Fred Que Crema (El Frío...