EQUIPO
Texto y dirección
Daria Deflorian y Antonio Tagliarini
Reparto
Cecilia Bertozzi, Chiara Boitani, Daria Deflorian y Antonio Tagliarini
Iluminación
Giulia Pastore
Técnica
Elena Vastano
Vestuario
Metella Raboni
CRÍTICA
Nada mas entrar en la Sala Francisco Nieva del Teatro Valle Inclán ya nos damos cuenta de que no estamos ante una obra convencional. En mitad del escenario hay una especie de camerino con un montón de productos de maquillaje. Pasan los minutos y los espectadores nos vamos sentando por los laterales de una manera muy inmersiva, casi como si nosotros también formáramos parte del espectáculo.
La obra comienza, pero las luces no llegan nunca a apagarse. Los dos personajes principales, una pareja de actores de edad madura, salen a escena y se sitúan uno frente a otro en un camerino previo a una actuación, y mientras dos maquilladoras hacen su trabajo, conversan acerca de la vida.
Dicha conversación comienza con ella haciendo algún comentario chistoso, relativo a que la edad ya no le permite ciertas licencias. Ahora se divierte con actividades tan absurdas como ordenar sillas, e incluso disfruta estando sentada en ellas más que de pie. La edad no perdona y eso provoca algunas risas en el escenario. Compruebo como en esos primeros momentos de la obra, el público que tengo de frente, en el otro lateral de la sala, esboza algunas sonrisas.
He sido mucho tiempo semijoven, pero ahora ya he pasado a ser semiviejo. Admiro a las personas que ya son viejas, porque ya pueden respirar aliviadas sin tener que aparentar lo que no son, dice él. Contemplo las caras del respetable y veo gente de menor edad reírse mientras los más entrados en años denotan una expresión diferente. Inequívocamente se sienten identificados.
Y es que esas risotadas serán las últimas. La deriva de la conversación avanza como aquel rio que sin remedio va a desembocar en el mar, como decía Jorge Manrique. Porque la obra va de eso, del inexorable paso del tiempo y cómo las personas afrontamos el inevitable deterioro.
Y cuando somos viejos, ya nada es como antes. De viejos ya no suceden tantas cosas interesantes, como cuando Greta Garbo se sentaba hastiada en el hotel Plaza de Nueva York, implorando aventuras lejanas. De viejos se hacen cosas de viejos, incluso de viejos verdes, como cuando Marcelo Mastroniani sacó a una actriz a pasear delante del público para mostrarles su trasero.
Precisamente Marcelo Mastroniani fue el actor principal junto con Giulietta Masina de la película de 1986 de Federico Fellini, Ginger y Red, que es la que inspira a esta obra titulada Sovrimpressioni. En aquella ocasión dos bailarines se reúnen varios años después de su cenit profesional. Son aquí Daría Deflorian, con una actuación emocionadamente creíble, y Antonio Tagliarini los que hacen de aquellos Pippo y Amelia. Ambos actores han sido también los encargados de escribir y dirigir esta peculiar adaptación teatral.
La pareja continúa conversando mientras les siguen empolvando y peinando para el escenario. Ya hace tiempo que no veo sonrisas en la otra grada. Antonio pone música en su móvil y empieza a bailar, pero se ve ridículamente nostálgico. A ciertas edades está mal visto hacer ciertas cosas. ¿Por qué no hicimos más locuras antes? En un momento más cercano al final que al inicio, las cosas que se hicieron pierden valor ante las que no se hicieron.
Es entonces cuando una de las maquilladoras trae una peluca para Daría, y al ponérsela nos damos cuenta de que parece una anciana. También Antonio al ponerse un traje le vemos mucho más anticuado. De manera artificial, los actores han envejecido en una hora veinte años, como de manera natural envejecemos cada hora que pasa a lo largo de una vida.
La imagen deprime, incluso a los jóvenes. A lo Norma Desmond en el Crepúsculo de los Dioses, Daría se emborracha mientras Antonio en un torpe baile cae una y otra vez. No hay ninguna duda: cualquier tiempo pasado fue mejor. La nostalgia manda.
Cuando la obra termina, nos queda una sensación agridulce. Una visión pesimista nos invade. Enfrentarse a la realidad de la vida es difícil, pero tener a alguien para poder compartir esos temores nos alivia.