Drama| 150 min. |Italia-Francia| 2018
Título: Silvio (y los otros).
Título original: Loro.
Director: Paolo Sorrentino.
Guión: Paolo Sorrentino, Umberto Contarello (Historia: Paolo Sorrentino).
Intérpretes: Toni Servillo, Elena Sofia Ricci, Riccardo Scamarcio, Kasia Smutniak.
Estreno en España: 04/01/2019
Productora: Indigo Film / Pathé / France 2 Cinema
Distribuidora: DeaPlaneta.
Sinopsis
Silvio Berlusconi (Toni Servillo) se encuentra en el momento más complicado de su carrera política, recién salido del gobierno y con las acusaciones de corrupción y de sus conexiones con la mafia a punto de llegar a los juzgados. Sergio Morra (Riccardo Scamarcio) es un atractivo hombre hecho a sí mismo que sueña con dar el salto de sus cuestionables negocios de provincia a escala internacional. El camino más rápido para conseguirlo es acercarse a Silvio, el hombre más poderoso de Italia. Para Sergio solo hay una manera de llamar la atención de Il Cavaliere: las fiestas, las velinas, las extravagancias y el exceso.
Crítica
En los últimos tiempos, un segmento importante de la cinematografía italiana pretende seguir utilizando el cine como arma cargada de potencia reflectora, de mecanismo, si no mimético al menos sintomático, de aquellas enfermedades sociales que atenazan a la sociedad transalpina.
Garrone y Sorrentino son los artífices más conspicuos de esta tendencia pseudorrealista, ergo, bien recibida por la crítica especializada. Garrone apela a un remozado naturalismo, rayano en el feísmo, el verismo, para bucear en los aspectos menos vistosos de la geografía meridional de la Bota. Sorrentino prefiere recurrir a una estética barroca, con flecos esperpénticos y caricaturescos, para fotografiar los rasgos más imponderables e invariables de la idiosincrasia italiana.
El director de Il divo (2008) ya aplicó su bisturí especular a la figura del infalible Giulio Andreotti, el político más longevo y más mefistofélico de la Italia de posguerra, para diseccionar la podredumbre y el hundimiento de todo un modo de hacer política. Ahora ha decidido poner el foco sobre la figura del controvertido Silvio Berlusconi.
Los rasgos estilísticos pergeñados por Sorrentino en sus anteriores filmes alcanzan ahora la cúspide de la desmesura y del desafuero.
Por supuesto que detrás del retrato del prominente político (y no sólo eso) aparece una naturaleza muerta, un bodegón, del ecosistema social en que se fraguó esa especie de nuevo duce democrático y, sobre todo, mediático. Porque ese «los otros» del título son ellos, los italianos y, por extensión, todos nosotros, los contempladores y partícipes del showbusiness en que se ha convertido la acción política.
Los rasgos estilísticos pergeñados por Sorrentino en sus anteriores filmes alcanzan ahora la cúspide de la desmesura y del desafuero, en cierto modo como un reflejo cóncavo y convexo de la figura, de la efigie berlusconiana. Se trata de exprimir al máximo los mecanismos que el empresario y político italiano usó para su toma del poder, a saber, en un mundo dominado por el espectáculo (Lipovetsky); en una economía en la que cualquier hecho o incidente es susceptible de fetichización, de conversión en mecanismo de intercambio-mercancía, sin límites entre lo público y lo privado; en tal escenario social, la representación y la puesta en escena lo son todo.
Este enunciado alcanza el estatus de aforismo justificativo en boca del personaje Berlusconi: él simplemente le ha dado al público aquello que estaba deseando y, en su defecto, como buen vendedor que se jacta de ser el magnate italiano, ha sabido suscitar unas necesidades, unos deseos de comprar, en sus clientes-votantes. Este es el paradigma ideológico del que parte el creador de la aclamada La gran belleza (2013). Y a ese apotegma moral se ciñe para si no justificar, al menos no menospreciar y desdeñar de entrada a su ente de ficción real. Porque la mirada de Sorrentino sobre su modelo es una mirada comprensiva, casi piadosa, pues Berlusconi es una parte muy importante del modus vivendi de la esencia italiana.
No carguemos las tintas contra Il Cavaliere, sino intentemos comprender en dónde radica su fatal capacidad de atracción y embrujo, pues Berlusconi también somos todos, o lo hemos sido en cierta manera. La copia distribuida para su exhibición como una película unitaria (en Italia se dividió en dos partes) parte de una estructura tripartita. Los primeros cuarenta y cinco minutos carecen de la presencia del magnate, cediendo el protagonismo a una especie de aprendiz de brujo, un arribista del Sur italiano (Abulia, Taranto) que se asfixia en medio de la podredumbre que le rodea, sin ser consciente de la que él mismo atesora.
Sorrentino se explaya en mostrar la corrupción física y moral de este devastado sur geográfico, convertido en un lugar común por su compatriota Garrone. Este aprendiz de brujo repudia la honradez paterna y apela al mefistofelismo corruptor para ascender en la escala social. Serán las drogas y las mujeres las tentaciones con las que seduce y corrompe, no dudando en utilizar a su propia mujer-compañera en su vertiginoso ascenso social.
Aquí el director ve el campo expedito para el más extravagante desafuero a través de un frenético ritmo cercano al videoclip en los que una altisonante música, un consumo exacerbado de cocaína, una exhibición impúdica y obscena de culos y tetas y algún pubis así como el cimbrearse de jóvenes mujeres en sugerentes bailes se adueñan de la pantalla y de la retina del indefenso espectador. Es tal la perseverancia, el abuso y la reiteración de las situaciones, que el espectador se siente estragado, patidifuso, objetivo último que parece perseguir el director.
A reglón seguido, y después de este inicio que parece inspirarse en el modelo desaforado de Scorsese (El lobo de Wall Street), mediante el desplazamiento del ambicioso parvenu a Roma para intentar entrar en contacto con su ídolo, el Presidente Silvio, el filme se centra en la figura de éste, retirado del poder por la victoria sobrevenida de la izquierda y por los escándalos judiciales que lo acechan en su villa de Cerdeña. Ahora Sorrentino apuesta por un discurso y un ritmo más sosegados, más intimistas: se trata de ofrecer el aspecto más confesional y próximo del magnate televisivo, un león aparentemente encerrado en una jaula de oro.
La sombra de un ciudadano Kane exiliado en su Xanadú quiere ser la inspiración, pero sólo consigue alcanzar el envoltorio. Sorrentino es incapaz de sustraerse al tópico a la hora de plasmar los detalles minúsculos que ofrecerían la grandeza de su hombre, que se mueve y gesticula como una especie de muñeco de falla josefina, como un títere manipulado no por el director, sino por el propio Berlusconi él mismo. Las peroratas que lanza, los diálogos trufados de tan retóricas como vacuas frases, la grandilocuencia trillada sobre la condición humana, convierten el deambular del personaje por su territorio en un ejercicio de solipsismo y de aburrimiento.
Por la boca de Berlusconi son citados Dino Buzzetti, se enfrenta a la lectura de Saramago que practica su mujer, cita a una novelista comunista con admiración —Natalia Ginzburg—, e incluso le es citado el español Javier Marías, quien escribió un artículo contra su carencia de modales. La confrontación matrimonial, la aparición de la figura de Verónica, su mujer, pretende escarbar en la dificultad intrínseca de toda relación de pareja, asociada al corrosivo desgaste del paso del tiempo y la lima sobre los sentimientos. Es inútil, los actores siguen pareciendo muñecos y no logran trascender el ventrilocuismo.
La tercera parte de la narración se centra en el regreso al poder mediante procedimientos espurios (soborno de una serie de senadores) del dueño del emporio televisivo. Este regreso paradójicamente precipitará su caída final, pues los tiempos están cambiando y toda una serie de circunstancias históricas (el rechazo por parte de los gobernantes europeos, las acusaciones de pederastia, la situación interna italiana: el terremoto de L’Acquila…) acabarán por dar la puntilla al vendedor de crecepelo, al maestro de la representación, al jefe de pista del circo mediático. Sus artes, como él mismo, han envejecido. Siempre le quedará la vanagloria de haber sido un pionero del populismo más irredento, convirtiéndose en maestro de posteriores políticos exitosos, desde algunos presidentes de países excomunistas, hasta el mismísimo Donald Trump, un replicante norteamericano del modelo italiano, sin olvidar al infalible precursor español Jesús Gil y Gil, y su reino marbellí.
Mientras, Sorrentino sigue su inmersión en los aspectos más íntimos de su personaje, tanto en su faceta de marido con un duelo verbal de casi diez minutos con Verónica, para intentar parar el divorcio, como en su labor de empresario y político, ambas inextricables, con sus fidelidades y traiciones.
La desaparición de escena de su mujer Verónica propicia el regreso del seductor Berlusconi y de su encuentro con su discípulo, especie de álter ego en ciernes. La vida disipada y las famosas fiestas en su villa se reanudan (incluso suena una versión italianizada del Aserejé, de las españolas Ketchup, seguida de un aria operística mozartiana) son ahora el epicentro de un nuevo ritmo sísmico que denota síntomas de cansancio y de agotamiento: la persona y el personaje se aúnan en una vejez incapaz de ser asumida.
Resulta chocante la profusión de pseudoprostitutas, de jóvenes y guapas mujeres que pueblan la escenografía berlusconiana y sorrentina. Esas afamadas veline que en el cine español serían un anatema por la imagen no sólo estereotipada sino degradante que ofrecen de las mujeres. En toda la radiografía del director de La juventud (2015) no hay un solo personaje femenino que no haga uso de su cuerpo para intentar acercarse al Presidente y medrar profesionalmente.
Queda clara la crítica (¿crítica?) del director hacia una sociedad machista que idolatra a su líder por la erótica del poder que desprende: todas sus fiestas devienen en plasmaciones de un imaginario sexual y exótico casi decimonónico, en las que las mujeres son parte de un harén-serrallo a la espera de que el sultán-pachá elija a su favorita. Es cierto que la jefe de las velinealcanza conciencia de su desgracia, pero, ojo, por los estragos del paso del tiempo y por no ocupar ya la posición de preferida, no por abjurar de su condición de velina.
También la presencia de una joven estudiante de ¡humanidades!, cuya juventud y pureza despierta la libido de il cavaliere, propicia la inclusión de un discurso pseudomoral: rechaza las pretensiones del político por patéticas, debido a la diferencia de edad. ¡Ah¡, bueno, si sólo es por eso. La coda final, en la que Berlusconi acude al socorro de una devastada L’Acquila, prometiendo ayuda a una anciana sobre la que se fija su atención, y mostrando el cumplimiento de dicha promesa (le entregan un piso nuevo y una dentadura postiza, petición íntima que humaniza al presidente) sirve para engrandecer el retrato de Silvio.
Sin embargo, Sorrentino parece asustado de dicho enaltecimiento y opta por cerrar su relato con la imagen de los verdaderos cumplidores de promesas y de los auténticos rescatadores de la población destruida por el seísmo. Clausura el filme con un plano secuencia en el que se muestra el descanso y el agotamiento de los bomberos y miembros de protección civil. Previamente, también nos ha ofrecido el rescate con una grúa de entre las ruinas de una iglesia de una talla de un Cristo yacente, en una asociación de ideas entre dicha imagen religiosa y… el defenestrado presidente.
Así clausura Sorrentino su radiografía de un hombre de éxito en un primer plano, pero de todo un país que lo aupó, en un trasfondo general. Un país que creó el diseño, que supo generar y vender como icono de elegancia la marca Italia, pero que también gusta de chapotear entre las aguas de lo más hortera, lo más kitsch, donde el oro se confunde o convive con el oropel y la quincalla. La sociedad de masas, el espectáculo y la representación, el populismo, los imperecederos impulsos más primarios, bestiales; las pasiones más bajas, los anhelos más primitivos, la ignorancia…
Sorrentino podría haber escenificado una representación más acabada, más depurada. Se conforma con la corteza.
Juan Ramon Gabriel Revista Encadenados