De entrada no deja de ser divertido el hecho de que el primer largometraje del ahora venerado director de Texas, Wes Anderson, que tan sólo conoció estreno limitado en Estados Unidos y en Sudáfrica (21 y 30 de enero de 1996 respectivamente) se ha titulado de mil y una maneras distintas dependiendo del país donde se ha ido redescubriendo gracias a diferentes ediciones en DVD.
Así en España la conocemos por Ladrón que roba a ladrón (cualquier parecido con el original Bottle Rocket es pura coincidencia), pero por ejemplo en Argentina apareció como Buscando el crimen, en Brasil como Pura adrenalina, en Francia como Exaltado, en Portugal comoRueda Libre, en Dinamarca comoOrganización criminal o en Hungría comoPetardo.
Ahora, en que está tan de moda estrenar los films americanos sin traducción alguna de su título, suponemos que hubiera sido más sencillo y nos hubiéramos quedado simple y llanamente con Bottle Rocket (algo así como botella de cohetes), dejándonos de tanta monserga y tanto experimento con gaseosa.
Aparte de significar el debut en la dirección del maestro (no nos quedamos cortos, el visionado de la mayoría de sus trabajos es una auténtica delicia que invita a repetir) que nos ha regalado clásicos instantáneos como Moonrise Kingdom (2012), Fantástico Mr. Fox (2009) o la más reciente El Gran Hotel Budapest (2014) también supuso el inicio de la carrera cinematográfica de Owen Wilson (ambos habían trabado amistad en la Universidad de Houston), quien colaboró a su vez en labores de escritura de guión (posteriormente Owen se convirtió en uno de los actores fijos de todos los trabajos de Anderson, destacando su rol de tripulante en Life Aquatic o de hermano mayor en Viaje a Darjeeling).
El germen del film fue un cortometraje en blanco y negro de dieciséis minutos escrito por ambos en 1994, sobre un robo en una librería llamada precisamente Bottle Rocket, y que, tras su proyección en el prestigioso Festival de Sundance, en donde llamó la atención de varios productores (entre ellos, el poderoso James L. Brooks, productor ejecutivo de series tan famosas como Lou Grant, La chica de la tele o Los Simpson) acabó convirtiéndose en largometraje.
El argumento de Ladrón que roba a ladrón nos presenta a Anthony (Luke Wilson, el menor de los tres hermanos Wilson, incluyendo a Andrew, el mayor, que aquí también participa en un rol secundario), quien después de pasar de manera voluntaria una temporada en un sanatorio mental debido a un episodio de agotamiento nervioso se reúne con su amigo Dignan (Owen Wilson), un niño grande cuyo mayor sueño es convertirse en ladrón y alcanzar una posición distinguida entre los delincuentes y artistas del robo, y así poder trabajar bajo las órdenes del señor Henry (un muy divertido y paródico James Caan), un mafioso de baja estofa que tiene una empresa de jardinería que utiliza de tapadera para poder cometer sus fechorías sin levantar sospecha alguna.
Dignan, a quien se le ha metido en la cabeza el robo de una fábrica, lo tiene todo planeado al dedillo en su libreta. Para cometer su primer golpe a estos dos insensatos se les une Bob (Robert Musgrave), un rico patoso que anhela una familia diferente a la que tiene (su hermano le tiene amedrentado y le obliga a vivir bajo una especie de régimen marcial). Tras asaltar la pequeña librería a la que aludíamos con anterioridad escapan a un motel en medio de ninguna parte. Allí ocurrirán una serie de circunstancias que aquí no desvelaremos pero que harán que la vida de los tres haraganes ya no vuelva a ser como antes.
Aunque esta amplia sinopsis nos pueda hacer pensar que estamos ante una cinta de acción o de atracos, estos no dejan de ser una mera excusa para plasmar la amistad de tres personas que no tienen ni idea de lo que hacer con sus vidas. Banalidades, coincidencias y conversaciones sobre la vida cotidiana se entremezclan con algunas secuencias más movidas que anticipan la simétrica locura que a partir de entonces será seña de identidad inequívoca de Anderson.
Aquí no encontraremos del todo desarrollada la contención de lo insano, la manufactura meticulosa ni el timing perfecto que caracterizan la obra de su autor, pero desde luego ya se apuntan maneras suficientes que dejan entrever que estamos ante un cineasta distinto y sobre todo muy original, capaz de llevar a la pantalla novelas de escritores tan, digamos, difíciles de adaptar como Stefan Zweig.
En muchas de las escenas parece como si el crimen funcionara tan sólo como una ocurrencia tardía, como una excusa o un mcguffin hitchcockiano en el que lo que realmente importa es la empatía y el afecto entre todos los participantes de la trama y no tanto los actos delictivos y sus consecuencias.
En este aspecto existe una escena que explica de manera pormenorizada lo que se quiere indicar: después de uno de los golpes los malhechores se van tranquilamente a cenar y a discutir sobre cosas absolutamente banales. No les preocupa ni el resultado de su acción ni lo que harán a partir de ahora.
Tan sólo quieren tener en sus vidas un poco de riesgo y emoción con el objetivo de que ésta parezca más real. Una idea central tan delicada como humana, con un punto de documental sobre unos viejos amigos que se sientan por ahí a charlar de manera descosida tratando de pensar a qué dedicarse (se supone que aquí la falta de un presupuesto holgado impuso el diálogo continuado al tratamiento formal de cada secuencia, supeditado tan sólo al posicionamiento de la cámara y a la profundidad de campo).
La fórmula ofrece algunos pequeños momentos agradables, sobre todo en aquéllos en los que se extrema la camaradería y el compañerismo, aunque se quede en poco gracias a un guión demasiado familiar que adolece de frescura y una indulgencia un tanto pueril en todo su desarrollo argumental que acaba por lastrar algunos de sus logros.
La trama deviene en un conato de mezcla de géneros en la que encontramos desde elementos melodramáticos (la amistad puesta a prueba del trío protagonista), pasando por algún que otro elemento romántico e incluso por la comedia más gamberra (esas alocadas y un tanto surrealistas persecuciones pistola en mano que rozan el absurdo o la conversación entre adultos y niños donde los segundos parecen mucho más maduros que los primeros).
Wes Anderson, con tan sólo treinta años recién cumplidos cuando rodó el film, ya demuestra un tipo especial de talento: sabe cómo transmitir de manera efectiva tanto las alegrías más simples como las interacciones entre la gente; una sensibilidad y un tacto que no está al alcance de muchos, y que remite más al cine clásico (el Leo McCarey de Dejad paso al mañana o cualquier película de Jean Renoir podrían servir de ejemplo) que al que estamos acostumbrados en la actualidad. Hay ternura y cariño por sus personajes, y no te queda más remedio que simpatizar con sus correrías y desventuras.
En definitiva, un trabajo iniciático que tiene en su haber su capacidad de conmover y divertir al mismo tiempo, con instantes trascendentes que calan por su sinceridad. El problema viene cuando la comparas con el resto de su filmografía. Es entonces cuando te das cuenta de su poca trascendencia y relevancia.
El sentimiento una vez vista es un tanto encontrado, porque entiendes que al ser una ópera primatenga sus defectos, pero también te da por pensar que después de apreciar lo talentoso de sus siguientes obras aquí se trate tan sólo de una serie de esbozos experimentales.