Reparto
Soprano: María Rey-Joly
Tenor: Antonio Comas
Dramaturgia: Albert Boadella, Martina Cabanas
Dirección: Albert Boadella
Dirección musical: Manuel Coves
CRÍTICA
La Sala Verde de los Teatros del Canal alberga estas semanas Malos tiempos para la lírica, la última creación del polifacético e inclasificable polemista Albert Boadella, que comparte dramaturgia con una de sus colaboradoras habituales: Martina Cabanas.
Don Julián (el tenor Antonios Comas) es un anciano maestro de zarzuela que vive recluido en una residencia para viejos artistas, que en ocasiones se asemeja más a una prisión, sin más compañía que un asistente personal: una inteligencia artificial llamada Pili. En un austero pero efectivo escenario (sin más decoración que unas barras LED, una cama con sábanas rojas y el ocasional piano eléctrico que asciende y desciende según la escenografía lo requiera), Don Julián vive sus últimos días entre bombonas de oxígeno y achaques de alzhéimer.
Entonces entra en escena una antigua y exitosa alumna, que es quien sufraga la residencia y quien necesita ayuda de su antiguo mentor. Susan King o, como a Don Julián le gusta recalcar asiduamente, Susana Rey (la soprano María Rey-Joly), ha logrado triunfar en Estados Unidos adaptando la zarzuela a los ritmos actuales, con ritmos pegajosos y no pocos anglicismos, que le han granjeado fama internacional y cinco premios Grammy (difícil creer que una versión castiza de Rosalía no estaba en la cabeza de Boadella al concebir a este personaje). Pero sufre un bloqueo. Pánico escénico. Y no es capaz de cantar una sola nota desde hace meses. Ahora, por recomendación de su agente Mike, regresa a las barbas de su antiguo profesor para hacer un reset, reencontrarse con sus raíces, y regresar a la meteórica y lucrativa fama que le aguarda.
A través de piezas clásicas del género (“De España vengo” de El niño judío o “Yo que siempre de los hombres me reí” de El rey que rabió, por citar dos de las más inconfundibles) el espectador va conociendo la intrahistoria de estos personajes, la pasión musical que les une, y el romance profesor-alumna-peligrosamente-joven que nos recuerda a alguno de los prolijos trabajos de Woody Allen, con Don Julián actuando como trasunto del propio Boadella.
No es difícil imaginar cómo el autodenominado presidente de Tabarnia utiliza este modesto tapete para dar rienda suelta a sus pulsiones más íntimas y, quizá por eso, confesables para él desde cualquier púlpito. La obra afronta cantidad de temas, y cabe decir que en ningún caso se le podrá acusar de tibieza. El vetusto Don Julián hace gala de actitudes e ideas de otros tiempos, puntuadas, para regocijo de la audiencia, de peinetas o cortes de manga según la energía de que disponga el personaje en ese momento.
Boadella, quien no ha ocultado su cruzada contra la tan manida “corrección política” no oculta las intenciones panfletarias de la obra. Pili, la inteligencia artificial, recuerda a diario al protagonista la necesidad de acostarse a las 21.30 para descansar correctamente, o la prohibición de fumar en el centro. Don Julián, por encima de las recomendaciones sanitarias, se mofa de esta voz (femenina, claro) intentando velar por su salud. “¿Quién te ha dicho a ti las copas de vino que yo tengo o no tengo que beber?”, parece pensar el viejo maestro, aunque sin encapsularlo en tan pocas palabras como hiciera el célebre autor original de la cita. La inteligencia artificial recordará al espectador a la celebrada Her de Spike Jonze, pero en este caso no hay rastro de enamoramiento: solo inquina y resquemor.
Las actuaciones de Antonio Comas y María Rey-Joly resultan a todas luces intachables. Los números musicales funcionan como se espera de ellos y los dos intentan defender admirablemente un texto que en demasiadas ocasiones parece anquilosado en tiempos pretéritos. La famosa y laureada Susan King, por supuesto, es vejada casi en cada escena, sometida físicamente para sublimar el dolor a través de la música y, por supuesto, llamada puta sin ningún tipo de pudor ni réplica. Más allá de los números musicales y los anglicismos ocasionales se priva al lector de un conocimiento más profundo del personaje, que no expresa opiniones ni anhelos más allá del ansia de triunfar.
De la mano de Don Julián, tampoco salen bien parados los artistas actuales (paleolíticos es un adjetivo empleado para los Rolling Stones), la ópera (“la zarzuela es el arte del pueblo, la ópera es el arte del estado”) o casi cualquier asunto sobre el que el misántropo empedernido se pronuncia a lo largo de la hora y media de montaje.
Don Julián, en algún momento de la puesta en escena, se lamenta de que el arte de la zarzuela se está perdiendo, engullido por la todopoderosa globalización, y asegura que es cuestión de tiempo que desaparezca por completo. Sin embargo, esta humilde espectadora considera que el género lírico español tiene su pervivencia asegurada pues, aunque pueda no parecerlo, son muchos (también jóvenes) quienes se acercan a la zarzuela con interés y también muchos quienes la remozan y la presentan desde otros prismas para un nuevo público.
Es muy posible que el futuro pertenezca a aquellos que son capaces de disfrutar al tiempo de Don Hilarión que de la motomami que “igual de cantaora con un chándal de Versace, que vestidita de bailaora” que de los cascarrabias que siempre abren el caramelito en los silencios de la orquesta y pretenden que la zarzuela es solo suya y muera con ellos. Larga vida a Chueca, Barbieri y Chapí.